Los he visto demasiado. Gritan por altavoces; investidos de la dignidad desposeída, se rasgan las vestiduras. Entran por la puerta grande al cielo de los ateos. Miran al resto por debajo del hombro de las teorías críticas, mientras su crítica se ha ido por el caño de la arenga roja, entre mentadas de opresión. Nadie como ellos pertenece verdaderamente a la izquierda. Los otros son unos cobardes orgánicos, comparsa.
Eso sí, les celebro su entusiasmo, sus ganas de codearse turísticamente con el proletariado. Fariseos del librepensamiento. Les aplaudo su marginalidad ex profeso, porque han puesto en evidencia la ineficacia de la ideología. Los miro desplazarse sobre la tarima de la realidad irrefutable y me siento borrado del mapa de la acción revolucionaria. Pero también son magnánimos: aseguran que puedo ser como ellos, si me decido.
Uniformados con anarquías, libros y consignas, no son en lo más mínimo iguales, cualquiera de ellos está más comprometido que el que tienen a su lado, cuya cara es una completa oreja de Gobernación o, en el mejor de los casos, un diletante. Los envidio, debo confesarlo, porque sus vidas tienen –palabras más, palabras menos– sentido; y si les pego, es porque los quiero.
(Ah, por cierto, contestaré al señor Abstemio, quien se abstiene de polemizar y piensa bien, pero copia mal. Le dejo a su juicio atinado los temas que conoce por leer los periódicos, al mismo tiempo que le informo que la democracia no es santa de mi devoción, pues todavía no sé si es preferible omitir subjetividad alguna de en beneficio de la sociedad ninguna. No lo explicaré, porque no me da la gana. En cambio, aun en contra de mis costumbres diré una propuesta, que ni mía es, así como no es legalista y prescinde de los taimados intermediarios que tanto, y con razón, quitan el sueño al amigo Sánchez: hortalizas de traspatio. Léase “autoconsumo”).
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