No explicaré el porqué de mi escepticismo ante la posibilidad de que la legalización de la marihuana represente su inclusión en el mundo del consumismo capitalista, sujeto a las triquiñuelas publicitarias y a la incertidumbre de las bolsas de valores; ni tampoco mencionaré por qué pienso que el empleo de los alucinógenos por parte de los grupos indígenas está ligado a un mundo al que no pertenecemos aquellos que escribimos, o pretendemos escribir, en revistas, ya sean estas universitarias o no. Tampoco entraré en discusiones con los puritanos que piensan que legalizar las drogas sería encaminar a la humanidad hacía los días de Sodoma y Gomorra, dando la espalda al hecho de que la lucha por mantenerlas en la clandestinidad alimenta y enriquece la maldad encarnada en la figura de los narcotraficantes. Mucho menos intentaré justificar mi deseo de responder a un artículo que escribió un desconocido en una revista que acaba de surgir y que pertenece a estudiantes de una universidad con la que no tengo el más mínimo contacto (aunque en realidad sí lo tengo: esta revista). Todo eso me haría llenar un sinnúmero de cuartillas que, estoy seguro, nadie leería. Y no por falta de interés, que a varios les llama la atención todo lo que huela a polémica, y el asunto de la legalización apesta a debate, discusiones, errores y carcajadas. Más bien no sería leído porque la extensión excedería la permitida no sólo por ésta, sino por cualquier otra revista en la que yo intentara publicarlo; por ello, en función de la brevedad intentaré limitarme a expresar mi opinión en diálogo con el artículo “Legalización de la marihuana”.
Aceptaré, para empezar y por supuesto lograr terminar por algún lado, la existencia de la minoría por la que toma voz el Olibachas: aquellos que fuman hierba y no sólo no buscan su legalización, sino que están totalmente en contra de ella. En realidad no es difícil comprender que el carácter legal le confiera cierta atmósfera pestilente al hecho de disfrutar de un toque de mota mientras uno se columpia en su hamaca y escucha un poco de jazz, de trova o de reggae. El inmundo sistema lo absorbe todo, y al absorberlo lo vuelve inmundicia. No es nada agradable que el escape de esa inmundicia, suponiendo que fumar hierba represente para algunos ese tipo de escape, forme también parte de lo mismo. Sin embargo considero que negarse a la legalización es interferir en asuntos que atañen, sino a toda la humanidad, sí a un grupo bastante más extenso que una minoría: el de todos los mexicanos.
No es ningún secreto que el sistema, cualquiera que éste sea, oprime a ciertos sectores de la sociedad. Mientras no estemos de acuerdo en respetarnos sin propasar los límites del espacio ajeno, esto seguirá igual; los poderosos moldearán el mundo en detrimento del beneficio de los más débiles. El punto clave está en cambiar, en lo posible, esta situación. El hecho de que el poderoso no me hostigue cuando consumo algún producto o realizo alguna actividad para mi gusto y diversión, no significa que yo esté de acuerdo con él en todo. La lucha por transformar al mundo, o por inventar uno nuevo, no tendría que culminar con la legalización de las drogas. ¿Cuál es el sentido de los movimientos de contracultura si no es generar una conciencia en la sociedad que provoque un cambio? ¿Para qué estar en contra del gobierno, para qué hacer escándalo y llamar la atención si lo que al final pediremos es que las cosas se queden tal como están?
¿La intención que subyace en estas actitudes contestatarias no será, acaso, la de defender una posición en el universo que ha sido granjeada a través de una condición rebelde que se muestra en contra del sistema imperante, independientemente de la postura que éste tome? Si es así, me parece maravilloso, una muestra más, y una defensa, de la diversidad que existe entre la humanidad. Jamás podremos colocarnos una camiseta idéntica al resto de la gente; como desearía el comunismo (sistema casi extinto), y no el capitalismo (sistema que impera en el mundo occidental al que, querámoslo o no, pertenecemos); y si lo hiciéramos, cada uno de nosotros la dotaría de su propia semiótica, por lo que ya no sería la misma camiseta.
Variedad y diferencia resaltarán en el conjunto de los seres humanos de la época actual, que de los del futuro no quiero opinar, y no quisiera atacar a una minoría que ayuda a la conservación de esa diversidad. Es más, los aliento a continuar todo tipo de rituales que los distingan del común denominador de la especie. Causen estridencia con sus diferencias y continúen la lucha por un mundo más acorde a sus preferencias. Pero en esta cuestión que involucra no sólo a una minoría, sino a un grupo más extenso y heterogéneo, no se trata sólo de un puñado de burócratas tratando de ganarse la simpatía de los jóvenes o del régimen apoderándose de los últimos vestigios de autonomía y libertad, ni de la derecha absorbiendo a la izquierda. Tampoco se trata de un grupo de fumadores de hierba y su deseo de poseer una identidad única a partir del carácter ilegal y exclusivo de su más preciado pasatiempo. Se trata de mejorar las condiciones de vida de la humanidad, o de la parte mexicana de ella. De disminuir los homicidios, la corrupción, el miedo; la inestabilidad social en general. De avanzar hacia un respeto absoluto del espacio ajeno, hacia el corte definitivo del cordón que tiene a la población mexicana pegada a la panza de papá gobierno.
No acostumbro fumar marihuana y tampoco consumo otras sustancias de carácter ilegal; no puedo, por tanto, saber lo que significa consumir una sustancia prohibida por las deleznables autoridades. Lo que sí puedo saber, es que no me gusta vivir con temor, y mi mayor temor está encarnado en la carencia de libertad. Al imaginarme que sobre el alcohol, el tabaco, o el azúcar, sustancias a las que soy algo afecto, cae un terrible vedo; me veo consiguiéndolas de manera clandestina y no me siento a gusto con eso. Me siento más encadenado con el hecho de ser observado como un delincuente por las autoridades, de tener que consumir lo que deseo a escondidas de una fuerza obviamente superior a la mía, que consumiéndolas con su aparente consentimiento. Por qué darle importancia a sí están de acuerdo o no, lo que me importa es que no me molesten, que no me pongan trabas para ejercer mi, ya de por sí limitada, libertad.
Por supuesto que no considero la legalización como el paso más importante hacia el primer mundo, al mundo feliz. Creo que debemos ver con recelo toda acción del Estado, sobre todo aquellas que se traten de dar permiso a la población para hacer algo que no traspasa, o no debería hacerlo, los límites del espacio ajeno, y que por lo tanto está en derecho de hacer o dejar de hacer. Aún más, debemos estar atentos a nuestra reacción colectiva ante un hecho como la legalización de las drogas. Preguntarnos si tenemos la capacidad para trasladar un tabú a consentimiento informado, si, al darle lo que considero el golpe más fuerte al crimen organizado, no nos volveremos maniáticos de la seguridad, viendo en cada consumidor de un bajo ingreso económico a un delincuente en potencia, y finalmente, debemos preguntarnos si somos lo suficientemente maduros para poder hablar de drogas con los miembros de la población que, por cuestiones de edad o prejuicios, son psicológicamente incapaces de comprender que una droga de carácter ilegal, además de ser igual de peligrosa para la integridad física y mental que algunas de carácter legal, es más fácil de controlar y podría generar menos conflictos si se admitiera que es igual de accesible a la población siendo ilícita que permitiendo su consumo.
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