miércoles, 9 de junio de 2010

UN MUERTO SÓLO HABLA CONSIGO, por Aliosha Lailson Barrios



Ahí estabas, sentada afuera de tu casa, fumando. Lucías feliz y recuerdo que pensé que la relación con tu novio iba mejor o que probablemente lo habías mandado al carajo, aunque eso me pareció imposible, jamás serías feliz sin la compañía de un hombre; me aguantaste a mí a pesar de mis constantes bipolaridades y, según parece, también has soportado las amenazas de suicidio y los malos tratos de ése güey que me sustituyó, ése del que ni siquiera puedo pronunciar su nombre sin sentir asco. Pobre tipo, eras el centro de su universo, seguramente tanto o más, como lo has sido del mío.
Te levantaste para ir hacia la avenida, seguramente a buscarlo, tu apariencia física atraía las miradas de todos los tipos cercanos. Recuerdo tus delgados brazos, tus largas y bien delineadas piernas, la perfecta redondez de tus senos y esa cadera que, mientras caminabas, daba la impresión de que en cualquier momento reventaría las costuras del pantalón. Te imaginé con él sin poder contener las ganas de vomitar, me desvié hacia la parte trasera de un puesto de tacos cerrado y de mi boca salieron abundantes chorros de mezcal y porquería. Los clientes frecuentes de aquel lugar no estarían tan contentos de esa sorpresa como lo están de ingerir carne y tripas de perro todas las noches. Después de limpiarme los restos de vómito en mi boca con la mano y restregarla dentro de la bolsa del pantalón, corrí hacia la avenida para ver que tomabas camino a su casa.
Con el asqueroso sabor del coraje en la lengua y el paladar, te seguí. Me sentía flotar de manera involuntaria por el mismo lugar por donde pasaban tus pies, como si algo, ¿un aroma?, me llevara hipnotizado, parecíamos personajes del Flautista de Hamelin hasta que ambos entramos en la tienda. Mientras tú pensabas en cigarros, unos Delicados con filtro por favor, yo pensaba en evitar la incipiente cruda, ¡una cerveza por el amor de Dios! Al verme sonreíste a modo de saludo, me pareció que me invitabas a conversar, tuve ganas de abrazarte y decirte cuánto te extrañaba pero me sentí como un anciano incapaz de devolverte la sonrisa. Un nudo se ató dentro de mí, apretando todas las vísceras, trepó hasta la garganta para asfixiarme. Creí notar un cambio en tu mirada, la sentí taladrar mi cuerpo, lacerar mi alma. En defensa sólo pude girar la cabeza hacia el tipo gordo detrás del pringoso mostrador balbuceando cuatro palabras: una bien fría, don.
Debí haber estado inconsciente por varias horas. Cuando me recobré estaba confundido, al mirar el suelo y ver mis tenis salpicados de una masa grumosa y pajiza junto con media docena de botellas de caguama vacías, me di cuenta de que había seguido bebiendo. Intenté recordar lo que había sucedido después de nuestro doloroso intercambio de miradas, pero nada. La tienda ya había cerrado, estaba oscuro. En la mano tenía un envase más con un charco amargo y caliente al fondo, lo ingerí de un trago, ¡qué horrible sabe la cerveza caliente!, e intenté recordar algo. Aún no puedo creer que no haya visto a nadie, trato de imaginar a la gente que seguramente desfiló frente a mí, pero no logro hacerlo, sólo veo ir y venir un solo cuerpo, o varios cuerpos, pero sin rostro. Imposible recordar a un puñado de personajes de relleno que no cumplen ninguna función en mi vida, pobres tipos carentes de fin, todos están tan solos como yo.
A esa hora ni siquiera el aire deambulaba las calles, eso sí, hacia un chingo de frío, pero nada de aire. La oscuridad y el frío siempre ahuyentan todo. La gente está en sus camas volando a través de sus sueños hacia lugares a los que nunca llegará en la realidad, los perros se meten debajo de cartones o entre las hierbas, se acurrucan en las esquinas formadas por paredes de casas humanas, los ebrios abrazan algún excusado esperando que éste les solucione la vida, y los escasos autos que pasan bramando por las avenidas, resaltan la velocidad con la que se va haciendo cada vez más temprano, o peor aún, cada vez más tarde.
Yo quería una cerveza más y ya no tenía cigarros, pensaba en dónde podría conseguirlos cuando de pronto aparecieron dos figuras que me sacaron de mis anhelos, tu madre y tu hermano. Él corrió a preguntarme por ti. En ese momento imaginé que tu novio había estallado al saber la noticia. Creí que la golpiza ahora sí te obligaría a dejarlo y contestaba a tu hermano que te había visto pasar, tendrá unas seis horas, pero no regresar. ¿Cómo chingados ver algo en mi condición? Tu búsqueda continuó, las figuras de los protagonistas se alejaron unos metros hasta que más adelante se encontraron con el sujeto con el que supuestamente debías estar. La curiosidad mezclada con preocupación, que no resultaba más que morbo, me llevó a caminar hacia ellos. En medio del camino me detuve a orinar la llanta de un carro, cuando terminé, vi que los tres se acercaban a mí. Esta vez fue tu madre la que me preguntó si te había visto, le repetí lo mismo que a tu hermano mientras intentaba enfocar al nuevo integrante del grupo. Me arrepentí de haber orinado antes de tenerlo enfrente y sentí satisfacción al verlo preocupado. Tuve ganas de lanzármele a golpes porque decía que no habías estado con él, porque el cerdo se parecía tanto al que alguna vez fui, que me hacia recordar la felicidad perdida, y además, porque en el fondo en verdad me indigestaba, lo odiaba con toda mi alma, lo odio, aun sin ella.
Yo creí que él sabía dónde estabas, pero el escuchar que lo negaba despertó en mí el deseo de entrometerme. Por un lado quise molestarlo, por otro, me sentí mal, tal vez por preocupación, tal vez por los tres días que el alcohol llevaba recorriendo mi sangre, abrumando mi cerebro, creando falsas imágenes, expulsando falsos sentimientos; por eso, cuando alguien sugirió visitar a una de tus amigas para ver si estabas con ella, yo me ofrecí a ir también.
Seguramente la preocupación de tu madre evitó que me mandara mucho a la chingada, así que unos minutos después cruzamos el parque donde tú y yo acostumbrábamos vernos, conversarnos, hacernos, sernos. Tu hermano encontró una chamarra que le pareció ser tuya, su suposición me provocó un vuelco en el estomago; todos nos miramos asustados antes de correr a casa de tu amiga, en donde su mamá, con los pelos enmarañados, enojada y algo dormida, nos dijo que tenía días sin verte. Después de unos segundos de incertidumbre, de pronto, di media vuelta para regresar al lugar donde estaba tu chamarra.
Una vez más me dirigí en tajante línea oblicua a la fatal jardinera. Sentí aumentar los latidos de mi corazón, los huevos regresaron a asfixiarme; entonces decidí amarrarlos a su lugar y caminé con paso firme hacia mi objetivo, vi los cabellos, pero esta vez el golpe no me detuvo. Continué sólo un par de pasos más pues la imagen completa me noqueó, las piernas me temblaron, no fueron capaces de sostenerme. Con un último esfuerzo me arrojé hacia delante, caí sobre ti trastornado, sollozando. Juraba que mataría al que te hubiera deformado a golpes, repetí mil veces que mataría al hijo de puta en cuanto recuperara la fuerza en las piernas y me pregunté cómo podía existir un cabrón que fuera capaz de golpearte hasta la muerte. Recordé que estabas embarazada y que ibas a casa de tu novio a decirle, lo imaginé alcoholizado, histérico por la noticia, con el rostro trastrocado por la cólera golpeándote con una piedra. Lo vi arrastrándote hasta el parque. Reuní toda la fuerza que pude, y logré levantarme.
Ya caminaba en pos de mi venganza cuando una idea hizo a la calle girar dos, tres veces. Casi me aplasta un taxi porque estuve a punto de caer en su camino pero me impulsé hacia el lado contrario. Ahí, con la rodilla izquierda en el suelo, agarrado del barandal del puente que cruza el canal de aguas negras, me pregunté cómo sabía de tu embarazo si tenía más de dos meses que no conversábamos. Una estampida de imágenes invadió mi pensamiento y aterrado corrí hasta mi casa en donde intento ordenarlas sin éxito frente al espejo. No puedo llenar la laguna que está entre nuestro encuentro en la tienda, y el vómito en mis tenis cuando recobré la conciencia. Sólo evoco un caos de imágenes incoherentes, incomprensibles. Es más, no sé por qué hablo como si estuvieras detrás de esa horrible imagen en el espejo, si ya estás muerta.
Está bien, un último esfuerzo. Después de la hiriente mirada de adiós, me parece haber salido tras de ti. Alguna cosa dije que te llevó a informarme sobre tu embarazo, me irrité bastante y casi regreso a la tienda, pero tú confesaste que tenías miedo de que tu novio quisiera que abortaras. Me arrepentí de irme y, más tranquilo, te sugerí caminar. Llegamos al parque, nos sentamos en una banca mientras te pedía que lo mandaras al carajo, que tuvieras al bebé y dijeras que era mío; pero tu risa y las confesiones de amor por ese güey me llevaron a la realidad. Supe que el hecho de que abortaras no significaba que fueras a dejarlo. Casi me pongo a llorar a gritos y no evité que un par de gotas escurrieran desde mis ojos cuando acariciaste mi cara diciendo que ya lo superaría, que tenías que irte. Te levantaste para seguir tu camino y yo… fui detrás de ti, te sujete con delicadeza e intenté besarte, te resististe y el forcejeo hizo caer tu chamarra. A empujones te llevé detrás de la jardinera y un deseo de poseerte me invadió. Suplicabas que me calmara, no me detuve; con la rodilla me golpeaste en los huevos, casi logras escapar pero  te golpeé la cabeza con una piedra, dejándote sin conocimiento. Un espanto hizo que me paralizara un momento antes de recordar que el hecho de que amaras a ese cabrón, me dejaba muerto, para siempre sin ti. Esto me hizo golpearte una y otra vez más   mientras me arrepentía de hacerlo y me arrepentía de arrepentirme. En silencio golpeé un par de veces más y… parece que regresé a embriagarme más de lo que estaba.
Así fue, debo haber bloqueado todo lo que hice. Ahora me siento solo, como si no existiera nadie más que yo en el universo, como si no existiera yo. Los recuerdos que tengo de tu muerte parecen ajenos, siento que alguien se posesiono de mí y terminó con nuestras vidas.
Estoy sentado frente al espejo y veo una cara desconocida que es muchas caras desconocidas. Mi rostro ya no es mi rostro y tampoco te veo a ti por ningún lado. Frente a mí está una herramienta esperando a ser usada. Esa cosa insignificante me servirá para sentirme vivo una vez más, durante un parpadeo, o para darme cuenta de que jamás existí. Además va a ayudarme a vengar tu muerte, porque la masa informe sobre los hombros en el espejo, para mí es todos, todo el no-mundo al que no perteneces tú, ni pertenezco yo. Un segundo es el novio histérico pidiendo que abortes, al siguiente el ex novio celoso tratando de recuperarte, finalmente no es nadie, y no siendo nadie, seguramente es el hijo de puta que te mató, que nos mató.
Sonrío satisfecho por el rumbo que tomarán las cosas y le apunto a la cabeza. En la cara del muy cerdo se dibuja una horrible mueca burlona y parece apuntar, también, hacia mí. ¡Qué ironía! Si me apunto a la cabeza parece que el güey se apunta a sí mismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario