jueves, 10 de mayo de 2012

Editorial







Tapabocas para habladores: nos creímos únicos y ya había revistas en escena, preferibles, de mejor factura. Ridículos, nos espantamos ante la posibilidad de la fama, onanismo vocacional dividido en trimestres. Sobrevaluamos la pertinencia de publicar y ser publicado, sin remedio ni fortuna. Tirabuzón para callados: éste es el segundo número.
El destino de un libro es impredecible, de una revista, de la vida misma. Iniciada la empresa de Albedrío, no imaginamos cuán complicado resultaría concretar un segundo número. Lo importante no es llegar, sino mantenerse, reza el adagio popular, y la verdad es que nosotros arribamos al primer número sin tener claro el segundo puerto o si la nave se hundiría apenas elevada el ancla. Sin embargo, sobre cubierta hallamos de pronto nuevos textos y en la red, como de viva voz, nos hicieron visibles los errores, ironizaron acerca de nuestra ¿valentía?, ya en el principio nos recordaron que Albedrío pasaría sin pena ni gloria y no ha faltado tampoco quienes desde la orilla han preguntado por un segundo número.
A todos los que han compartido su opinión y sus colaboraciones les agradecemos el tiempo que se tomaron, este ejemplar es producto de ese diálogo. Otra vez atracamos en puerto.
Los trabajos en este número, además de constituir en cada caso una propuesta, pretenden provocar la dialéctica de la creación y del ejercicio de la crítica. Entre ellos, Julio de la Portilla, estudiante de la hermana carrera de filosofía, amplía los horizontes de la revista y nos invita a sus terrenos con una disertación sobre Spinoza y su concepto de Dios. La desesperanza en la poesía de Vallejo es analizada por nuestro compañero de aulas Aliosha Lailson en su breve artículo "¿Qué pasó con la esperanza?". El autodidacta Ramón Ciotti aplica los conceptos de Carl Jung sobre la madre al relato de una escritora mexicana publicado en París en 1910.
En cuanto a la creación, la poesía y los cuentos son tan variados como los rostros de sus creadores, sus voces ya presentan rasgos de una tonalidad propia, acaso inconfundible, que nos satisface colocar sobre la mesa.
La polémica en torno a la legalización de la marihuana continúa en este número con las transparentes, y no menos juiciosas, consideraciones de abstemio Sánchez, de la Universidad de Ecatepec; dicho sea de paso, ese tal Olibachas -pinche, hay que decirlo- ahora no sólo opina sobre la yerba, sino que también dirige la impertinencia de su crítica contra integrantes de la izquierda. El lúcido Rui Caverta, de Acatlán, indaga en su reseña los aspectos mínimos relevantes de la traducción de la poesía china.
Estas páginas, por demás oscuras, se iluminan con la presencia de la profesora Claudia Kerik Rotenberg, a quien agradecemos las facilidades concedidas para la entrevista.
Sin mayores dilaciones, entregamos este segundo ejemplar en espera de que, aun si les agrada o no, en todo caso se sientan aludidos para participar con nosotros en un desde ya farragoso tercer número y nos permitan conjurar el sino de una piedra a cuyo peso, por desgracia, todavía no nos hemos acostumbrado.
Una vez más zarpamos sin mapa, sin brújula, sin justificaciones ni explicaciones, ya se verá, pero hemos zarpado por el gusto de viajar; "preciso es navegar, vivir no es preciso", nos avisa de lejos Bernardo Soares. Esperamos que les sea llevadera l travesía a bordo de este Albedrío.

El concepto de Dios en Baruch de Spinoza, por Julio de la Portilla



Baruch de Spinoza no es el iniciador de la filosofía moderna, pero sí un pensador de  espíritu notable que contribuyó a su desarrollo, siendo su sistema de metafísica el que influirá en las subsiguientes filosofías como las de Leibniz, y en los grandes sistemas como en Kant, Fichte, Schelling y Hegel; tendrá repercusión en Lessing y de una manera aunque crítica en Jacobi, que escribe Cartas sobre la doctrina de Spinoza, donde se alza contra el spinozismo y contra todo clase de racionalismo; Schopenhauer le dedicará algunas páginas en su  Cuádruple raíz del principio de razón suficiente; Humboldt rescata la idea de Dios como sustancia, que aunque no esté por entero en la naturaleza se identifica con ésta. Es la filosofía de Spinoza, en general, la que logra, superando las contradicciones en la filosofía cartesiana, dar rumbos nuevos al quehacer metafísico.
Presentar la filosofía spinozista, por una parte, es explicar lo que  Spinoza entiende por esta disciplina: Será el único conocimiento completo y esencial, del cual los demás conocimientos están subordinados; consiste pues, a semejanza de Platón, en descubrir el “verdadero bien.”  El bien es el objeto máximo de conocimiento,  pero el hombre generalmente se extravía.  Para Spinoza, como también para Platón es asunto de importancia práctica y no solamente de índole teórico: “Si los hombres fueran capaces de regirse constantemente por una regla preconcebida; si constante les favoreciera la fortuna tendrían el alma libre de supersticiones. Mas como suelen hallarse en situaciones tan difíciles que les imposibilitan adoptar resolución alguna racional; como casi fluctúan entre el temor y la esperanza, por bienes que no saben desear moderadamente, su espíritu está abierto a la más exagerada credulidad […]” (Spinoza; 2002, pág. 23).  La razón como forma de comprender el mundo, el método racional -alejado de la ciega fe-, que Descartes había establecido como método; la concepción de que las matemáticas desempeñan un conocimiento certero y que sirven como método de razonamiento para aplicarlo a cualquier problema. Este modelo matemático como conocimiento infalible queda constatado en la Ética.  
Comenzada en 1661 y publicada con carácter póstumo en 1677 la Ética viene a significar obra de madurez, de una importancia inigualable en el conjunto de la obra spinozista. Hay comentaristas de Spinoza, como José Gaos, que aseguran que la obra guarda un cierto parecido, (por lo que a la temática y  orden constituido respecta) a la grande suma medieval; sin embargo, que esté conformada a la manera de los argumentos de Euclides, es decir, en una sucesión de pasos lógicos (Definiciones, Axiomas, Proposiciones, Corolarios y Escolios,  con sus Demostraciones) es un hecho que nadie negaría. Esto último se debe a la importancia que desde comienzos del siglo XVII se da a las matemáticas y especialmente a la geometría, con el surgimiento de la ciencia moderna, y con ésta, el advenimiento de la filosofía, que para entonces, trataba de buscar unicidad con la ciencia, equiparándose con ella por vía del método.
La Ética demostrada según el orden geométrico, está divida en cinco partes: De Dios; De la naturaleza y origen de la mente; Del origen y naturaleza de los afectos; De la servidumbre humana o de las fuerzas de los afectos; y, Sobre la potencia del intelecto o de la libertad humana. Aquí sólo nos ocuparemos de lo que Spinoza entiende por Dios, es decir, sólo nos ocuparemos de la parte primera de la Ética. Aunque sin lugar a dudas, ya desde temprana actividad intelectual, Spinoza se había consagrado a reflexiones a lo que parece un antecedente directo de la Ética. Nos referimos al Breve tratado de Dios, del hombre y de la felicidad; y así mismo, que en el capítulo IV del  Tratado teológico- político Spinoza trate acerca de la Ley Divina. Sólo nos limitaremos a explicar lo que Spinoza entiende por sustancia, y finalmente cómo es que esta acepción se identifica plenamente con la idea de Dios o Naturaleza (Deus sive Natura); o  en todo caso, cómo es que la idea que tiene Spinoza sobre Dios es una consecuencia lógica venida directamente de todas las cualidades intrínsecas que posee la sustancia.
La metafísica desde los tiempos de Aristóteles ha pretendido inquirir sobre la sustancia o el ser de las cosas, de la esencia de la realidad en general. Desde la antigüedad hasta el siglo XVII existía una concepción del mundo constituido por una pluralidad de sustancias, de la que el propio Descartes admitía tal multiplicidad. Hampshire es muy atinado al resaltar que, al concebir el universo, el mundo, como una pluralidad de sustancias, debe pensarse que unas actúan sobre otras, y que al actuar, los cambios de estado que se produzcan en una sustancia deberá ocasionar cambios de estado en otra (Hampshire; 1982, pág.27). Esta concepción del mundo como pluralidad de sustancias llega al pináculo con la teoría de las mónadas de Leibniz. Sin embargo, Descartes, al admitir como sustancias a la res cogitans (alma) y res extensa (cuerpo), y al dar su definición general de sustancia parece contradecirse. Para el filósofo francés la sustancia era aquello que para existir sólo tiene necesidad de sí mismo (causa sui). Tal realidad a la que podemos llamar realidad última o suprema es Dios y determina la existencia de todas las cosas. El problema se presenta cuando queriendo explicar el mundo fenoménico, Descartes admite como sustancias la res cogitans y res extensa, esto es, todas las realidades pensantes y corporales. No hay pues una concordancia entre la definición de sustancia que da Descartes y de aquellas realidades pensantes y corporales que a su vez llama sustancias, puesto que son realidades producidas por aquella otra realidad suprema. La res cogitans y la res extensa, que para el filósofo francés eran como sustancias de orden secundario, para Spinoza se convierten en dos de los infinitos atributos de la sustancia; mientras que los objetos y pensamientos individuales, al igual que toda manifestación empírica, pasan a formar sus  modos de dicha sustancia (Ética, I, Prop. XV)
En el Apéndice de esta primera parte titulada De Dios, Spinoza es claro en cuánto a los argumentos fundamentales que trata: Explica su naturaleza y sus propiedades (de Dios): que es único; que es y actúa por sola necesidad de su naturaleza; que es causa libre de todas las cosas; que todo es, y que todas las cosas están predeterminadas por Él (Spinoza; 1983, pág.47). La Ética arranca con ocho definiciones: causa de sí (causa sui); la de finitud; la de sustancia; la de atributo; la de afección; la definición que da de Dios; de la libertad; y por último, el de eternidad. Si bien es cierto, que si queremos comprender lo que Spinoza entiende por Dios no basta enunciar su definición: “Por Dios entiendo un ente absolutamente infinito, esto es, una sustancia que consta de infinitos atributos de los que cada uno expresa una esencia eterna e infinita.” (Ética, I, Def. VI). Es necesario descomponer dicho concepto, desmembrando sus partes articuladas, dando  cuenta que conceptos como el de sustancia,  de causa, infinitud, necesidad, atributo, determinación y libertad, se corresponden entre sí y componen todo el complejo. También es cierto que la idea de Dios que Spinoza se representa no es la común a  la tradición judeocristiana que le atribuye cualidades antropomórficas; o de aquellas que se figuran a Dios como legislador o soberano (Ética, I, Prop. XXXII, Corolarios).* De por qué Spinoza utiliza la palabra “Dios” con referencia a la Naturaleza, hay algunos comentaristas, -como Hampshire-, que señalan que dando Spinoza las descripciones  de eterna, de infinita, de autocreadora, de totalmente libre a la Naturaleza o totalidad, coincide irremediablemente con las descripciones de Dios (exceptuando la descripción antropomórfica, visión judeocristiana de un dios personal).  Esto es cierto, pero según Bennett la cosa es más complicada. Spinoza, –  nos dice Bennett- necesitaba para argüir, que la totalidad o Naturaleza no es una persona, una explicación que fuese satisfactoria “de por qué un ser humano es una persona.”  Dice que: “Spinoza no se enfrentó a ninguna elección similar [con respecto al uso de pronombres como “él” para referirse a una persona, en lugar de aplicarlo para referirse a cualquier objeto] porque ninguno de su media docena de lenguajes tiene pronombres personales; el latín, por ejemplo, tenía que usar un pronombre masculino para Dios, que concordase con el sustantivo masculino Deus; pero esta masculinidad es tan sólo gramatical y nada implica acerca de la naturaleza del sujeto.” (Bennett; 1990, pág. 39). Hay otra razón según la cual Spinoza designa con el nombre de “Dios”  a la Naturaleza, ya que para ésta, hay un sentido de referencia de admiración y amor humilde, actitudes que se reservaban a Dios. En todo caso Dios o la Naturaleza (Deus sive Natura) de Spinoza no es la representación tradicional antropomórfica del uso de la religión judeocristiana. 
El panteísmo spinozista se deriva de su doctrina de una sustancia única (de su monismo), puesto que Dios se deriva del concepto de sustancia. “Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí: esto es, aquello cuyo concepto no ha de menester del concepto de otra cosa por el que deba formarse.”(Ética, I, Def. III). Dice Bennett que el siglo XVII estaba impregnado de la idea de una sustancia genuina y causalmente autosuficiente; que el término de sustancia que emplea el racionalismo causalista, Descartes y aún más Spinoza y Leibniz, se deriva del empleo del término de sustancia que hace Aristóteles en las Categorías. Pareciera que hay una contradicción entre lo aquí  afirmado por Bennett y lo que mencionábamos unos cuantos párrafos más arriba; a saber, que desde la antigüedad  hasta el siglo XVII existía la doctrina de una pluralidad de sustancias. Sin embargo, ni Descartes ni Leibniz eran panteístas, no identificaban a la sustancia única, autosuficiente, autocreadora, con la Naturaleza o totalidad, aunque los tres grandes racionalistas del siglo XVII (Descartes, Spinoza y Leibniz)  coincidieran en que sí existía dicha sustancia.

*Puede verse también el capitulo IV del Tratado teológico- político, donde Spinoza dice que la representación de Dios como un soberano sólo sirve para acomodarse al imperfecto conocimiento del vulgo; sin embargo, la concepción política que gravita en Spinoza dará como resultado, que el poder divino sólo puede ser ostentado por un soberano, representante del reino de Dios en la tierra y siempre con vistas al mantenimiento de la paz y del Estado.
Descartes habla de la res cogitans refiriéndose a ella como una sustancia, aunque  sin lugar a dudas es de un orden inferior en comparación de aquella otra sustancia autosuficiente y autocreadora; sucede lo mismo con Leibniz, al establecer las sustancias simples y compuestas, siendo estas últimas representaciones o derivaciones de las primeras.  Así pues, es Spinoza el que habla de una única sustancia autocreadora.
Esto última afirmación se ve claramente expuesta en la restricción que hace Spinoza al dar su definición de sustancia como causa sui. “En otros términos ha definido la sustancia de un modo tan estricto que no puede llamarse sustancia a nada cuyos atributos sean efectos de causas exteriores; por definición, una sustancia es tal que todos sus atributos o modificaciones pueden explicarse en términos de su propia naturaleza.” (Hampshire; 1982, pág. 29). Ahora bien, Spinoza también afirma, que todo puede ser explicado por causa. Es en efecto un racionalista causalista, por lo cual no puede afirmar la existencia de dos o más sustancias. Al hacerlo caería irremediablemente en una contradicción. Pues si admitiese que existen dos sustancias tendría que admitir a su ves las causas de dichas sustancias como ajenas así mismas; ya que: “Las cosas que no tienen nada de común una con otra tampoco pueden entenderse una por otra, o sea, el concepto de una no envuelve el concepto de la otra.” (Ética, I, Axioma V; Prop. II y VI). De esta definición de sustancia única, autocreadora, se sigue por consecuencia que tenga que ser infinita. ”Digo infinito y no infinito en su genero, pues de lo que sólo es infinito en su genero, podemos negar infinitos atributos, pero pertenece a la esencia de lo que es absolutamente infinito todo cuanto expresa esa esencia y no envuelve ninguna negación.”(Ética, I, Explicación I). Al emplear el término infinito y al adjudicárselo como característica esencial de la sustancia, Spinoza no quiere decir otra cosa que la sustancia es ilimitada; es decir, que no está limitada por ninguna otra sustancia. Puede interpretarse también, en el sentido de que carece de fronteras, es decir, de límites; pues siendo esta sustancia la única existente no tendría por qué existir algo que fuese distinto a ella. Esta sustancia es única,  es causa de sí misma y por lo tanto causa de todo, es infinita en el sentido de que carece por completo de fronteras y de límites. Además, tiene infinitos atributos. “Dios, o sea una sustancia que consta de infinitos atributos,  de los que cada uno expresa una esencia eterna e infinita, existe necesariamente.” (Ética, I, Prop. XI). Esta existencia necesaria de la que habla Spinoza se sigue de su definición de causa sui. Es la muy conocida prueba ontológica de la existencia de Dios a priori, que en Proslogion, San Anselmo desarrolla, y que Descartes en la meditación tercera se sirve para argumentar contra el escéptico. “Por causa de sí entiendo aquello cuya esencia envuelve a la existencia; o sea, aquello cuya naturaleza no puede concebirse sino como existente.” Ahora bien, Spinoza le  da a la sustancia “infinitos atributos, de los que cada uno expresa una esencia eterna e infinita […];” Explicaremos pues qué entiende Spinoza por atributo. “Entiendo por atributo aquello que el intelecto percibe de una sustancia como constituyendo su esencia.” (Ética, I , Def. IV). Los atributos son la manifestación de las infinitas formas y maneras de la sustancia o de Dios. El limitado entendimiento del hombre sólo conoce dos de estos infinitos atributos: el pensamiento y la extensión, o lo que es lo mismo, espíritu y materia.

Estas entidades en cuanto pertenecientes a la esencia infinita de la sustancia están íntimamente unidas ya que ambas son cualidades intrínsecas de la sustancia; sin embargo, Spinoza, en tanto que dualista al igual que Descartes, asegura que dichos atributos son distintos, es decir, que ninguno es reductible al otro. Los modos, por su parte, son consecuencias de los atributos de la sustancia, y son aquellas cosas particulares finitas. “Por modo entiendo las afecciones de la sustancia, o sea, aquello que es en otro por medio del cual también se concibe.” (Ética, I, Def. V). “Las cosas particulares nada son sino afecciones de los atributos de Dios, o sea, modos con los que se expresan de cierta y determinada manera los atributos de Dios […]” (Ética, I, Prop. XXV, Corolario) Si bien, existen al igual, “[…] modos o caracteres de la Realidad que parecen esenciales a la constitución de los dos atributos infinitos y eternos deben ser ellos mismos infinitos y eternos: por ello, Spinoza los diferencia denominándolos modos inmediatos infinitos y eternos, significando la palabra “modo” un estado de la sustancia. Los modos o estados de la sustancia pueden graduarse según un orden de dependencia lógica, empezando por los modos inmediatos infinitos y eternos que son caracteres necesarios y universales del universo, y descendiendo hasta los modos infinitos, que son diversificaciones de la Naturaleza limitadas, perecederas y transitorias.” (Hampshire; 1982, Pág. 52). (Ética, I, Prop. XXVIII, Escolio)
Hemos desarrollado hasta aquí las propiedades esenciales de la sustancia spinozista: que es única; que es autocreadora; que es infinita, en el sentido de que es ilimitada, y que posee al igual, infinitos atributos de los cuales cada uno expresa una esencia eterna e infinita. Hemos establecido de igual forma a partir del desarrollo del concepto de sustancia y de su doctrina monista, las premisas para un primer acercamiento de por qué la sustancia única se identifica con Dios, y Éste a su vez con la Naturaleza o con el Universo. Sólo nos resta explicar en qué sentido la sustancia, en cuanto causa de sí misma, indeterminada, única y eterna, llega a causar y  determinar todas las cosas;  y cómo es que esta sustancia, según Spinoza, debe considerarse libre en su actividad autocreadora.    
Resulta un tanto paradójico y contradictorio para el sentido común que Spinoza, en su visión panteísta, diga que la sustancia determina, pero que es indeterminada, y en tanto que  indeterminada: libre. Pero esta aparente contradicción deja de imponer su fuerza cuando se evoca la definición misma de sustancia, con sus propiedades esenciales, al mismo tiempo que   se comprende la definición que nos da Spinoza: “Se dice libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y por sí sola se determina a actuar: en cambio, se dice necesaria o más bien constreñida, la que es determinada por otra a existir y actuar según cierta determinada razón.” (Ética, I, Def. VII) En este sentido, sólo la sustancia única y autocreadora, de infinitos atributos es libre, pues no necesita de otra cosa que no sea ella misma para existir. “De la sola necesidad de la naturaleza divina o (lo que es lo mismo) de las solas leyes de su naturaleza, se sigue una absoluta infinidad de cosas […] nada puede ser ni concebirse sin Dios, sino que todo es en Dios; en consecuencia, nada puede ser fuera de él, que lo determine o fuerce a actuar, y así Dios actúa por las solas leyes de su naturaleza y no compelido por nadie.” (Ética, I, Prop. XVII, Demostración)

Ahora bien, si la sustancia en tanto que causa  (o acto autocreador) y efecto (o acto de creación) es la misma y única sustancia, ¿cómo es que llega a ser por un lado algo determinado e indeterminado al mismo tiempo? Esto es explicado por el hecho de los conceptos Natura naturans y Natura naturata. Todo lo que hay en la naturaleza de inteligible está determinado y no existe nada que sea contingente. La sustancia es como si se manifestara doblemente: por una parte, la Natura naturans, que es la sustancia vista como causa de sí misma, de infinitos atributos; y por otra parte: “como el sistema de lo que está creado.”  “Es igualmente correcto pensar en Dios o la Naturaleza como único creador (Natura naturans) que como única creación (Natura naturata); no sólo es que sea correcto, sino que es necesario atribuir ambos significados complementarios a la palabra, no siendo completa, y ni siquiera posible, una concepción de la Naturaleza sin la otra.” (Hampshire; 1982, pág. 35).
En este breve trabajo desarrollamos conceptos claves para la comprensión del concepto de Dios en Spinoza. Vimos las definiciones con las cuales se abre la Ética demostrada según el orden geométrico, y de las que constituye todo su sistema metafísico. Sólo resta fijar lo que por evidencia es más que plausible; a saber, que de su definición de sustancia que da Spinoza, se sigue necesariamente su concepto de Dios. Siendo así, que la sustancia plenamente termina por ser la Naturaleza. Lo cual nos lleva a concluir que de su monismo se sigue consecuentemente su panteísmo. Es pues, Spinoza, el que influirá en las filosofías idealistas trascendentales (Kant, Fichte, Shelling y Hegel); igualmente son la filosofía y poesía románticas las que le deben en grande su inigualable espíritu. 













BIBLIOGRAFÍA
a)      Primaria:

SPINOZA, BARUCH,  Ética. Prólogo y traducción de José Gaos (Nuestros Clásicos, Ediciones UNAM); México, 1983. (Prólogo y Capítulo I)
----------------------------, Tratado teológico-político. Introducción Antonio Alegre Gorri; Trad. Julián de Vargas y Antonio Zozaya. (Biblioteca de Filosofía, Ediciones Folio); Barcelona, 2002 (Introducción, Prefacio del autor, Capítulos I y IV)

b)      Secundaria

BENNETT, JONATHAN, Un estudio de la Ética de Spinoza. Trad. José Antonio Robles García. Fondo de Cultura Económica; México, 1990 (Capitulo II y III)
DESCARTES, RENÉ, Discurso del método/Meditaciones metafísicas. Introducción, prólogo y notas de Manuel García Morente. (Colección Austral, Ediciones Espasa); Decimoséptima edición; México, 1983 (Prólogo, Introducción  y Meditación III)
HAMPSHIRE, STUART, Spinoza. Versión española de Vidal Peña. Alianza Editorial; Madrid, 1982 (Capítulos I y II)
LEBNIZ, GOTTFRIED, Monadología. Prólogo Manuel Fuentes Benot; Trad. Manuel Fuentes Benot, Alfonso Castaño Piñán y Francisco de P. Samaranch. (Biblioteca de Filosofía, Ediciones Folio); Barcelona, 2002 (Prólogo, Primera y Segunda parte de la Monadología)










¿QUÉ PASÓ CON LA ESPERANZA?, por Aliosha Lailson Barrios


El intrigante poema en prosa de Vallejo “Voy a hablar de la esperanza” apunta desde el título su temática. Paradójicamente, sus lectores nos encontramos con que, a largo de las cuatro estrofas (o párrafos, pues es una prosa poética), la esperanza brilla por su ausencia. Aún más, el tema del que se ocupa el poeta en los cuatro puntos que conforman su texto es casi el contrario absoluto de la esperanza: el sufrimiento. ¿Por qué entonces anuncia en el título que se referirá a la esperanza?
El dolor que el poeta expresa resulta muy peculiar, es un dolor especial que se extiende por todo el texto, lo inunda por completo. Su expresión es tan totalizante que no deja espacio para que se presente nada más que él, ni siquiera el patetismo, del que la expresión poética del dolor está comúnmente rodeada, se manifiesta. El poeta está estancado en el sufrimiento, rodeado por él, su dolor ni avanza ni retrocede. ¿En qué lugar entonces tendremos que buscar a la esperanza? Se podría aventurar una conclusión y decir que, puesto que sólo el dolor está presente y el poeta ha asimilado el hecho de que toda su percepción está volcada al sufrimiento, cualquier cambio que se manifieste en el estado de ánimo tendrá que provocar esperanza: “cuando no hay nada que perder, hay todo que ganar”, diría un miembro del club de optimistas; pero me parece que Vallejo de ninguna manera está cercano a ese club.
Se concentra el poeta en describir su dolor. En cuatro puntos, César Vallejo nos habla de un dolor que está más allá de la identidad, que trasciende toda realidad, que va más allá de las causas, más allá de todo lo conocido y que está fuera del tiempo, es decir, no está sujeto a mutabilidad.
Lo más común de los sentimientos es que se originen de situaciones personales. El dolor, al igual que el resto de los sentimientos, es subjetivo. Cuando a un individuo le duele una herida o la ausencia de un ser querido, el resto de la gente no puede sentir lo mismo. La identidad antecede al dolor y es, de cierta manera, la causa de él. Quiero decir que si mi hermano muere no es posible que un hombre en China, que nunca lo conoció, sienta el mismo dolor que yo. De igual manera sucede si me rompo una pierna, jamás pasarán por mi mente las mismas cosas, ni sentiré con la misma intensidad, que un sadú en la India al que le pasara lo mismo. Antes que el dolor está la identidad, el primero es determinado por la segunda, es su causa, y por mucha empatía y compasión que sientan los otros por mí, jamás sentirán lo mismo que yo. Sin embargo el dolor que describe Vallejo se desprende de su identidad, aún más, antecede a las características que dan cohesión al individuo César Vallejo:
Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, ni como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.
El sufrimiento no depende en este caso de la identidad, al contrario, pasa sobre ella,  la elimina. Los elementos que conforman la identidad del poeta quedan superados por el dolor. Así, el individuo César Vallejo se difumina en medio de un dolor totalizante. La condición de hombre, e incluso la de ser vivo, quedan desplazadas por ese dolor que surge desde más abajo, antes que la identidad y antes que la vida, de un modo más originario que ella.
Los sentimientos son, por lo general, respuestas a estímulos generados  al exterior de la mente y el alma de dónde emergen. Son causados por algo externo que vendría a ser su causa. El dolor del que nos habla el poeta, nuevamente toma distancia del común denominador de los sentimientos, no tiene causa de origen ni explicación:
Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento.
Más aún, no sólo antecede a cualquier tipo de estímulo que pudiera ser su origen, también supera y absorbe a cualquier otro tipo de dolor, es un dolor omnipresente, una especie de dolor cósmico:
Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si me hubieran cortado el cuello de raíz, mi dolor sería igual. Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba, hoy sufro solamente.
De norte a sur, de arriba abajo, el sufrimiento del poeta lo abarca y supera todo. Sin causa de origen carece también de solución. Esta fuera de cualquier marco temporal pues es anterior a la vida y supera la muerte:
Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos.
Incuso la muerte, acompañada por otro tipo de dolor, el hambre, no podría superar el dolor del poeta. De su tumba saldría al menos una brizna impulsada por ese dolor que se posesiona de todo lo referente a César Vallejo y lo elimina, hasta de su muerte.
El sufrimiento encierra al poeta, lo sitúa en un punto sin retorno en donde a la vez ya no es posible continuar, es como la nada, el poeta está en el medio de una nada que es puro dolor y lo absorbe y destruye todo. Su dolor es más antiguo que el tiempo, es atemporal, flota por sobre el tiempo y no existe nada que pueda cambiarlo, está en todos lados y bajo cualquier circunstancia, es un dolor cósmico:
…mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en una estancia obscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda o que suceda. Hoy sufro solamente.
Pero el título del texto había dicho que se hablaría de la esperanza, ¿en dónde está la esperanza ahora? Ante un sufrimiento atemporal, sujeto a la inmutabilidad, sin causas ni consecuencias, un sufrimiento que lamió al mundo el día mismo de la creación y lo dejo embarrado de una baba invisible de la que sale un constante hálito de dolor, ¿qué esperanza se puede tener?…  Ninguna. La esperanza resulta absurda cuando el cambio, para bien o para mal, ha quedado erradicado. Si todo duele, si el dolor ha estado y estará siempre ahí, trasfondo inevitable de la existencia, la esperanza no existe.
En un rodeo retórico, el poeta ha dicho que hablaría de la esperanza, pero ha hablado del sufrimiento, un sufrimiento que permite al poeta referirse a la esperanza, hablar de ella sin hacerlo; pisotearla, aplastarla, dejarla fulminada, reducida a una simple palabra que remite a algo inexistente en su mundo.

LA FIGURA DE LA MADRE, SEGÚN CONCEPTOS JUNGUIANOS, EN “LA VENTA DEL CHIVO PRIETO” DE LAURA MÉNDEZ DE CUENCA, por Ramón Félix Alvarado Ciotti


La fuerza narrativa de esta autora de la frontera entre el siglo XIX y el XX asienta con toda firmeza desde entonces la importancia de la literatura escrita por mujeres en México. En el cuento “La Venta del Chivo Prieto” tienen lugar numerosos temas, pero en particular destaca la reflexión acerca del sitio de la mujer en el escenario social. Esta consideración presupone la importancia que la misma autora otorgaba a dilucidar las tensiones subyacentes en el básico seno de la familia, en las que quizá cifraba parte de su propia identidad. Sin embargo, como obra artística, este relato multiplica sus significados al grado de convertirlos en síntesis de una región de lo femenino negativa y, especialmente, de lo materno. En pocas páginas, la autora regala, además, una prosa rigurosa en recursos estilísticos, con los que construye ambientes y personajes cuya densidad se incrementa párrafo por párrafo sin desperdicio ninguno para el remate de la historia, y en los que se podría rastrear indudablemente los orígenes de ciertos pasajes rulfianos, por mencionar una sola de sus consecuencias; por si fuera poco, condensa ahí mismo una serie de símbolos que requerirían de profusas cuartillas para ser abordados honradamente. En este caso, nos dedicaremos a uno solo de sus aspectos, lo materno en la figura de Severiana, para lo cual nos valdremos de los conceptos de Carl G. Jung correspondientes.
Severiana, como su nombre lo indica, es una mujer marcada por la severidad de la vida que ha llevado, que hasta se refleja en su propio carácter e incluso en su descripción: “una gachupina de pelo en pecho, pizpireta, graciosa, de corta estatura y ojos muy decidores”. La ambivalencia de lo masculino y lo femenino, cierta androginia que en el medioevo se habría considerado monstruoso, constituye una de sus principales peculiaridades; de esta manera ella se ha abierto camino en un mundo que no le ha facilitado nada y en el que todavía debe valerse por sí misma con trabajo rudo de sus propias manos.
Según Jung, como arquetipo, la imagen de la madre trasciende el plano personal para llegar a uno más colectivo. En este sentido, la madre no es sólo es persona física que nos dio a luz, sino que igualmente, nuestra experiencia de la madre esta determinada por un conjunto de valores, actitudes roles y expectativas que obedecen a un arquetipo, firmemente arraigado en la tradición sociocultural. Motivos de expresión del arquetipo de la madre abundan en la mitología y las religiones (María en el cristianismo, Parvati en el hinduismo, Deméter en la mitología griega, Isis en el Egipto antiguo, etc.), lo cual implica que el arquetipo de la madre posee varias dimensiones. Algunas podrían ser positivas como por ejemplo todo lo asociado con la protección y la fertilidad; y otras serán negativas, como la muerte, el poder destructivo de la madre naturaleza o simplemente “lo desconocido” (1).
Reunión de contradicciones, Severiana se ha entregado al cuidado de su hijo según se esperaría, pero a costa de cualquier moralidad. Ha cometido ruindades de las que sólo se exime en función del beneficiario, Máximo, quien tampoco por nada lleva ese nombre cuando es la cima espiritual de la unión de sus padres. En este amor por su hijo se manifiesta el lado luminoso de su personalidad, pues en el resto había reinado nada más la oscuridad de sus procedimientos públicos y de sus prácticas privadas. En todo caso, la presencia de la paradoja es el rasgo eminentemente humano de este personaje, a pesar del halo diabólico que le rodea. Hasta cierto punto, la maldad que caracteriza a Severiana a ella misma le pasa inadvertida, lo que al mismo tiempo la inviste de inocencia: es una especie de ángel demoníaco que no sabe ni que es ángel ni que es demonio; fusiona en su conducta los dos papeles, el de la madre cariñosa y el de la mujer rabiosa por la crianza de su vástago. Si en un caso es respetable, el otro está absolutamente fundado en la misma circunstancia.
Este es el doble juego de la mujer al interior de su familia. Por una parte está obligada a velar por los intereses de su prole y por el otro a ganarse el pan a como dé lugar de acuerdo con las coyunturas que se le presenten. En cuanto al arquetipo de la madre, sus categorías se organizan del siguiente modo:
1. Autoridad, sabiduría y altura espiritual más allá del intelecto.
2. Lo bondadoso, protector, sustentador, lo que da crecimiento, fertilidad y alimento.
3. Lugar de la transformación mágica, del renacer; el instinto o impulso que ayuda.
4. Lo secreto, escondido, tenebroso, el abismo, el mundo de los muertos, lo que devora, seduce y envenena, lo angustioso e inevitable (2).
En pocas palabras, en ella misma conviven diferentes aspectos. Severiana es la autoridad de la casa, sin su vigor, el orden económico se vendría abajo; incomprensiblemente, a no ser por el amor que le profesa, su mismo marido abdicó a favor de esta mujer de claros tintes despóticos –alterando la estructura que bien podría haber continuado según la inercia patriarcal–, dejó en el pasado su identidad y trocó su nombre por otro más adecuado a su nueva personalidad, Desiderio, que mucho tiene que ver con la desidia, por supuesto (o con desiderata, “cosas deseadas”, que en su caso siempre se quedan a medias).
La intuición para los negocios de Severiana permite la feliz marcha de la familia, cuyo vértice principal es Máximo, quien por este esfuerzo consigue estudiar en una ciudad y a quien se le abastecen sus necesidades primordiales; incluso el esposo encuentra sin chistar su sitio en la dinámica y su vida satelital se completa en torno a su mujer, la que también a él le provee sustento por medio del uso dirigido de su fuerza corporal y un sentido de vida por el amor al hijo de ambos. Desiderio ha renacido en manos de Severiana y ella, impulso motor de la empresa familiar, a pesar de su agrio carácter, le ayuda a vivir, aunque sea bajo un tutelaje casi idéntico al de su Máximo.
Sin embargo, el último aspecto guarda la clave simbólica que desatará los acontecimientos que ensombrecen a La Venta del Chivo Prieto. Desde el principio había flotado en el ambiente discursivo una serie de referencias luciferinas para circunscribir a los personajes y al espacio al misterio y a las regiones de lo oculto, siempre que, en los términos que a nuestra perspectiva conciernen, esto oculto en los territorios del inconsciente se correlaciona con la preocupación constante de Severiana como madre por la sexualidad de su hijo, a quien prefiere célibe y sólo para ella. A la manera de una alegoría, los elementos del relato revelan y esconden el drama doméstico entre lo femenino materno y lo masculino como hijo e incluso como padre.
La separación del arquetipo de la Madre constituye la emergencia de un ego separado, significado por este arquetipo del Padre. Este cambio trae múltiples consecuencias. La desvalorización de lo Femenino a partir de la entronización de lo Masculino tiene repercusiones tanto en el plano colectivo como en el individual. En el primer plano, la separación del individuo de la colectividad redunda en un “individualismo feroz”, en el cual el individuo lucha por el domino y el beneficio personal aun a costa del bienestar de la colectividad. Este arquetipo del Padre es asumido tanto por hombres y mujeres, a los cuales podemos observar luchando denodadamente por afirmar su ego (3).
La recurrencia de los sueños, de los presentimientos, en Severiana, deja ver la pulsión que subyacía desde el principio como consecuencia de la independencia de Máximo. La posibilidad de la muerte física contenía en su interior la pérdida del hijo, pero a manos del amor por otra mujer, una sustituta que desvencijaría la armonía, la completitud de una familia que era como “el triple par de riveras de tres alegres riachuelos, ocupadísimos en precipitarse uno en otro”.
La paradoja tiende su trampa cuando el mismo interés por el bienestar de Máximo, por conservar su compañía para viajar por el mundo, la impulsa a asesinar y robar al misterioso –en lo simbólico– forastero, quien sale de las tinieblas para hospedarse en la venta y desaparece en las sombras para huir, como si no hubiera existido, igual que aquellos miedos de Severiana: “encendía velas a la Virgen para que librase a Máximo de ladrones imaginarios, de asesinos que jamás habían pensado en arrancarle la vida, de fieras que no existían”. El amor desaforado se vuelve en contra del objeto de su amor, lo que descubre la impertinencia de su proceder. Si de un hoyo en la tierra, donde lo guardaba, había salido el dinero para la compra del predio, realización de sus sueños, a un hoyo devolvía la peor de sus pesadillas, el cuerpo de su hijo muerto. Muerte que parece castigo, en tres instancias: para la madre a la que se le revira la sobreprotección de su hijo, para el padre que por ser “más bestia que las bestias que alimentaba” no supo sino obedecer desde su letargo como figura paterna y para el hijo que incubó deseos de individuación, cuyo caso, por inocente, se vuelve martirológico.
La narradora advierte al inicio del relato que se trata de uno real, porque para inventarlo “sería menester haber sido engendrado pantera y nacido hombre”, lo que nos sugiere, en una de sus posibles interpretaciones, que ella no es ni una ni otra cosa, evidentemente, sino mujer y, por lo tanto, sabe que de lo que contará es indudable su verdad.
Estamos ante una autora que, aunque aquí apenas se ha señalado desde el marco teórico del psicoanálisis junguiano y los arquetipos su elaboración literaria del conflicto madre-hijo, reflexiona profunda y críticamente los diferentes aspectos que columbran a la mujer y a lo femenino en todas sus expresiones. La lectura propuesta en este artículo pretende evidenciar el sustrato de tipo mítico en el relato y sirva para apuntar hacia posteriores investigaciones, más amplias, verdaderamente cuidadosas y detalladas.


Bibliografía citada:
1 y 2. Saiz, Jesús; Fernández, Beatriz y Álvaro, José Luis. “De Moscovici a Jung: el arquetipo femenino y su iconografía”, en Athenea Digital, número 11, 2007, pp. 132-148 [http://psicologiasocial.uab.es/athenea/index.php/atheneaDigital/article/view/385/330, al 7 de diciembre de 2009].
3. Dorantes Gómez, María Antonieta. “Lo femenino en Jung” ponencia del XI Congreso Nacional de Filosofía, UNAM, 15 de agosto de 2001.
Fragmentos del cuento tomados de Méndez de Cuenca, Laura. “La Venta del Chivo Prieto”, en Impresiones de una mujer a solas. Una antología general, FCE, FLM, UNAM, México, 2006.


Bibliografía consultada:
Domenella, Ana Rosa, y Gutiérrez de Velasco, Luzelena. “Laura Méndez de Cuenca. Forjando la nación, entre el magisterio y la escritura”, en Méndez de Cuenca, Laura. Impresiones de una mujer a solas. Una antología general, FCE, FLM, UNAM, México, 2006, pp. 331-350.
Jung, Carl G. “Sobre los arquetipos del inconsciente colectivo”, en Hombre y sentido: Círculo Eranos III, Anthropos, Barcelona, 2004, pp. 9-45, y Psicología y Alquimia, Editorial Tomo, México, 2002.
Mora, Pablo. “Laura Méndez de Cuenca: escritura y destino entre siglos (XIX-XX)”, en Méndez de Cuenca, Laura. Impresiones de una mujer a solas. Una antología general, FCE, FLM, UNAM, México, 2006, pp. 15-68.
Zweig, Connie, y Abrams, Jeremiah (coords.). Encuentro con la sombra: el poder oculto de la naturaleza humana, Kairós, Barcelona, 1993.

MEDITACIONES SOBRE EL AMOR CÓSMICO AL PASO DEL ÚLTIMO TREN, por Miguel Guerrero


¿Y de verdad existe esa tal Mayra? –eso me dijo el pasante de psicología cuando le conté la historia de la chica con quien me telefoneaba. Estúpidamente pensé que así era. Recordé esto, cuando terminaba los dibujos para el fanzine semanal, que por cierto eran tan abstractos, que no significaban nada. Creer que Mayra no existía y recordar lo que me dijo el pasante de psicología, y El Buba, acerca de que ésta era la relación más estúpida que había tenido, me deprimía.
Pero qué mierda sabían ellos del amor cósmico, del que se tiene más allá del cuerpo y la admiración. Posiblemente sí conocían el amor de lejos, que permanece eternamente entre la fe ciega y la pendejez.
Sin embargo quería hablarle y le marqué, contestó y sólo dijo: “Me voy a dormir, no manches, háblame mañana”. Colgó. Ella tampoco comprendía eso del amor cósmico.
En fin, eran más de las 11:45, pero todavía alcanzaba a llegar a la estación para el último tren. Recogí mis cosas: un cuadernito, una USB y mi pluma.
Me apresuré y abordé lo antes posible el andén. Estaba totalmente desierto y no era de extrañarse; era un día frío, de güeva, cercano a la Navidad, sin gente. En momentos como éste, suplicas a los dioses del metro que llegué uno. Y así llegó.
Las siguientes estaciones fueron lentas y frías. Pensé rápido y cíclicamente mi relación con Mayra, en lo mal que me quedaron las viñetas y la canción Dance me to the end of love de Leonard Cohen, que no salía de mi cabeza y seguramente sería la pauta de un suicidio. Al decir esta última palabra, una chica burguesa entró. Digo “burguesa” por su forma de vestir: un traje blanco entallado, un peinado de salón, unos guantes negros que venían desde el codo, unas soberbias botas y para aderezarlo un perfume caro que recordaba haber olido en la última revista Cosmopolitan. Este último aroma era peculiar, suave, acuático; no podías dejar de olerlo en el rascahuele de la página, por ello lo identifiqué de inmediato. La revista era de mi hermana, en serio, lo juro.
No se trataba de un chica común; sus ojos eran claros, casi grises, su piel europea, por ello creía que era de clase alta. El que fuera güerita, sólo se podía explicar por tener un árbol genealógico en el cual sólo se hubieran mezclado  miembros de la misma especie. Aunque también podía ser de Guadalajara o menonita. En definitiva, son de las chicas con las que te gustaría tener un amor cósmico, estrellarte y lanzar bolas de fuego. Estaba tan dormido que no sabía lo que decía y aún más peligroso, lo que pensaba.
Miré a lo largo del vagón y éramos los únicos, curiosamente ella permaneció parada, al lado del asiento individual en el que me encontraba. La vi y olí de reojo: era tan hermosa. Su olor en definitiva no era de este mundo, ¡carajo! Se trataba de algo cósmico. La observé de nuevo, buscando su mirada, me sonrió y creí que me coqueteaba, parecía gustarle que la viera.
Más tarde me preguntó la hora.
—Son 12:07 –(por Dios, olía tan rico).
—Ya es tarde, verdad –cuando dijo eso, empecé a sentir un calor      muy especial.
—Sí –empecé a desearla y de verdad, de verdad, lo juro, lo juro, nunca había experimentado algo así. Empezaba en mi aorta y bajaba a mis testículos. Me sentía tan bien, embobado y enloquecido. Con respuestas tontas y con un diálogo que no quería terminar.
—Ya debe ser el último tren –su voz también era especial; rasposa y enigmática (como me gustan las voces: con profundidad y calidez). De esos timbres que suelen tener las chicas bien; “bien putas y bien buenas”, eso habría dicho El Buba. Pero lejos de esas vulgaridades, su voz llenaba el silencio y hacía sentir una armonía implacable, en un día tan frío, del cual dijeron que se trataba del invierno más helado de los últimos años.
—Sí, es el último creo –(ay, qué guapa estaba) sentí en ese momento, lo de Pepito, en el chiste en que se vuelve piedra.
Calló. Y vino lo que vino; aumentando mi perversión, empezó a tocarme con una de sus manos enguantadas, o hizo que recargaba su mano sobre mi pierna al dar un enfrenón el tren.
—Uff –y volvió a sonreír. También sus dientes eran perfectos y con sonrisa de enjuague bucal (que ahora regala un viaje al Mundial: bases al reverso).
Primero fue un pretexto y luego así na’más, me acarició mi pierna; su tacto hizo que mis emociones crecieran y ya no digo que más. Su perfume me pasaba el cuerpo y hacía que pensara en los anillos de Saturno y en la mancha roja de Júpiter, “en su mancha roja”, oh, al parecer me excedí. También pensé “¡a la chingada Mayra!” creyendo “ya chingué con esta güerita” en el sentido directo y figurado.
Habíamos entrado en un momento tan especial que ni siquiera importaba la estación en la que estaba. Y lo mejor: NO HABÍA GENTE. En silencio seguimos nuestro jueguito dos estaciones más.
Sonrió y no sé por qué lo dijo: me bajo en la que sigue. Quería aclararme algo, yo siempre en la frecuencia cuántica creí que me invitaba a algo más misterioso. Entonces el tren dio un enfrenón que parecía que se volcaba, y sucedió, lo que pasó: a ella se le cayó la mano.
—¡No mames! –me dijo el pasante de psicología cuando se lo conté.
—¡No mames! –lo mismo dije yo, pues resulta, que al producirse semejante impacto, su mano salió volando al final del vagón, con todo y su guante aburguesado. Sí, ella era manca como Cervantes, y lo curioso es que me tocó con esa mano, se sentía natural.
El orden cósmico había sido alterado por una de sus paradojas; no supe qué hacer, y ella quería lagrimear, le daba vergüenza verse en esa situación. No pude reaccionar inmediatamente, en un acto reflejo, ella salió del vagón queriendo escapar, estaba frente a mí, esperaba que hiciera “algo”. Pasarle la prótesis, disculparme, ir por ella al final del vagón, “algo” pues. En cuestión de segundos, la puerta cerró de forma contundente. Ella miraba con fuerza, fijamente, abriendo su boca, estupefacta. Ojos que antes me parecieron hermosos, ahora eran abominables, diabólicos. Y así pasó un minuto o más y sólo me libré de esa mirada porque el tren avanzó y a lo lejos miré su figura solitaria, sin mano.
Con temor, avancé al final del vagón, quise comprobar que en realidad existía “eso”, que todo no había sido producto de mi imaginación o una pesadilla. Pero no, no se borraba, no acababa. Y en efecto, la mano existía, una fina prótesis. Ahora comprendía la torpeza con la que había actuado, me avergonzaba, me ponía en el lugar de la chica. Pensaba en lo que había sentido y en lo caro que podía salir una prótesis como ésa, en mi deber de devolverla, hablar con el jefe de estación para vocearla… No sé, me sentí tan culpable y torpe. Yo, con la prótesis entre las manos, es decir “la mano entre las manos”. En fin, lo pensé demasiado, había llegado el tren a la terminal y en definitiva ya era el último.
—¿Y qué hiciste? –me diría después el pasante de psicología.
—Lo único que podía hacer un hombre respetable y temeroso, dejar la mano en el vagón.
Todo el camino a casa me torturó esa escena, me aterraban los ojos de esa chica y me sentía culpable de no haber hecho algo más. Por Dios, qué hice, cuando no hice nada.
Al cabo de un mes, dos días antes de ir a consulta con el pasante de psicología. Recuerdo que serían, como las tres de la mañana, estaba durmiendo y me desperté; de inmediato percibí un aroma conocido, era el perfume acuático de esa chica. ¡PUTA! era inconfundible, sentí temor y resolví hablarle a mi novia imaginaria.
— Mayra.
—Ah…no mames, Mauricio –colgó.
Carajo, aún olía un poco. De dónde vendría el aroma.

— En serio, así pasó.
— No mames Mauricio, me titulo la próxima semana, primero eso de la tal Mayra, y ahora “esto”, chale –se dirigió al despachador de agua y tomó un cucurucho. Observé el buró que estaba al lado del diván, curiosamente, en su superficie estaba el número de Cosmopolitan, donde venía el aroma rascahuele y un artículo acerca del amor cósmico (bueno, eso me dijo mi hermana).
Decidí no platicarle más al próximo licenciado y por eso ahora te lo cuento.
—Después de todo esto, me crees ¿verdad?
—¿Mayra?
—….
—¡Hey, Mayra!