jueves, 10 de mayo de 2012

MEDITACIONES SOBRE EL AMOR CÓSMICO AL PASO DEL ÚLTIMO TREN, por Miguel Guerrero


¿Y de verdad existe esa tal Mayra? –eso me dijo el pasante de psicología cuando le conté la historia de la chica con quien me telefoneaba. Estúpidamente pensé que así era. Recordé esto, cuando terminaba los dibujos para el fanzine semanal, que por cierto eran tan abstractos, que no significaban nada. Creer que Mayra no existía y recordar lo que me dijo el pasante de psicología, y El Buba, acerca de que ésta era la relación más estúpida que había tenido, me deprimía.
Pero qué mierda sabían ellos del amor cósmico, del que se tiene más allá del cuerpo y la admiración. Posiblemente sí conocían el amor de lejos, que permanece eternamente entre la fe ciega y la pendejez.
Sin embargo quería hablarle y le marqué, contestó y sólo dijo: “Me voy a dormir, no manches, háblame mañana”. Colgó. Ella tampoco comprendía eso del amor cósmico.
En fin, eran más de las 11:45, pero todavía alcanzaba a llegar a la estación para el último tren. Recogí mis cosas: un cuadernito, una USB y mi pluma.
Me apresuré y abordé lo antes posible el andén. Estaba totalmente desierto y no era de extrañarse; era un día frío, de güeva, cercano a la Navidad, sin gente. En momentos como éste, suplicas a los dioses del metro que llegué uno. Y así llegó.
Las siguientes estaciones fueron lentas y frías. Pensé rápido y cíclicamente mi relación con Mayra, en lo mal que me quedaron las viñetas y la canción Dance me to the end of love de Leonard Cohen, que no salía de mi cabeza y seguramente sería la pauta de un suicidio. Al decir esta última palabra, una chica burguesa entró. Digo “burguesa” por su forma de vestir: un traje blanco entallado, un peinado de salón, unos guantes negros que venían desde el codo, unas soberbias botas y para aderezarlo un perfume caro que recordaba haber olido en la última revista Cosmopolitan. Este último aroma era peculiar, suave, acuático; no podías dejar de olerlo en el rascahuele de la página, por ello lo identifiqué de inmediato. La revista era de mi hermana, en serio, lo juro.
No se trataba de un chica común; sus ojos eran claros, casi grises, su piel europea, por ello creía que era de clase alta. El que fuera güerita, sólo se podía explicar por tener un árbol genealógico en el cual sólo se hubieran mezclado  miembros de la misma especie. Aunque también podía ser de Guadalajara o menonita. En definitiva, son de las chicas con las que te gustaría tener un amor cósmico, estrellarte y lanzar bolas de fuego. Estaba tan dormido que no sabía lo que decía y aún más peligroso, lo que pensaba.
Miré a lo largo del vagón y éramos los únicos, curiosamente ella permaneció parada, al lado del asiento individual en el que me encontraba. La vi y olí de reojo: era tan hermosa. Su olor en definitiva no era de este mundo, ¡carajo! Se trataba de algo cósmico. La observé de nuevo, buscando su mirada, me sonrió y creí que me coqueteaba, parecía gustarle que la viera.
Más tarde me preguntó la hora.
—Son 12:07 –(por Dios, olía tan rico).
—Ya es tarde, verdad –cuando dijo eso, empecé a sentir un calor      muy especial.
—Sí –empecé a desearla y de verdad, de verdad, lo juro, lo juro, nunca había experimentado algo así. Empezaba en mi aorta y bajaba a mis testículos. Me sentía tan bien, embobado y enloquecido. Con respuestas tontas y con un diálogo que no quería terminar.
—Ya debe ser el último tren –su voz también era especial; rasposa y enigmática (como me gustan las voces: con profundidad y calidez). De esos timbres que suelen tener las chicas bien; “bien putas y bien buenas”, eso habría dicho El Buba. Pero lejos de esas vulgaridades, su voz llenaba el silencio y hacía sentir una armonía implacable, en un día tan frío, del cual dijeron que se trataba del invierno más helado de los últimos años.
—Sí, es el último creo –(ay, qué guapa estaba) sentí en ese momento, lo de Pepito, en el chiste en que se vuelve piedra.
Calló. Y vino lo que vino; aumentando mi perversión, empezó a tocarme con una de sus manos enguantadas, o hizo que recargaba su mano sobre mi pierna al dar un enfrenón el tren.
—Uff –y volvió a sonreír. También sus dientes eran perfectos y con sonrisa de enjuague bucal (que ahora regala un viaje al Mundial: bases al reverso).
Primero fue un pretexto y luego así na’más, me acarició mi pierna; su tacto hizo que mis emociones crecieran y ya no digo que más. Su perfume me pasaba el cuerpo y hacía que pensara en los anillos de Saturno y en la mancha roja de Júpiter, “en su mancha roja”, oh, al parecer me excedí. También pensé “¡a la chingada Mayra!” creyendo “ya chingué con esta güerita” en el sentido directo y figurado.
Habíamos entrado en un momento tan especial que ni siquiera importaba la estación en la que estaba. Y lo mejor: NO HABÍA GENTE. En silencio seguimos nuestro jueguito dos estaciones más.
Sonrió y no sé por qué lo dijo: me bajo en la que sigue. Quería aclararme algo, yo siempre en la frecuencia cuántica creí que me invitaba a algo más misterioso. Entonces el tren dio un enfrenón que parecía que se volcaba, y sucedió, lo que pasó: a ella se le cayó la mano.
—¡No mames! –me dijo el pasante de psicología cuando se lo conté.
—¡No mames! –lo mismo dije yo, pues resulta, que al producirse semejante impacto, su mano salió volando al final del vagón, con todo y su guante aburguesado. Sí, ella era manca como Cervantes, y lo curioso es que me tocó con esa mano, se sentía natural.
El orden cósmico había sido alterado por una de sus paradojas; no supe qué hacer, y ella quería lagrimear, le daba vergüenza verse en esa situación. No pude reaccionar inmediatamente, en un acto reflejo, ella salió del vagón queriendo escapar, estaba frente a mí, esperaba que hiciera “algo”. Pasarle la prótesis, disculparme, ir por ella al final del vagón, “algo” pues. En cuestión de segundos, la puerta cerró de forma contundente. Ella miraba con fuerza, fijamente, abriendo su boca, estupefacta. Ojos que antes me parecieron hermosos, ahora eran abominables, diabólicos. Y así pasó un minuto o más y sólo me libré de esa mirada porque el tren avanzó y a lo lejos miré su figura solitaria, sin mano.
Con temor, avancé al final del vagón, quise comprobar que en realidad existía “eso”, que todo no había sido producto de mi imaginación o una pesadilla. Pero no, no se borraba, no acababa. Y en efecto, la mano existía, una fina prótesis. Ahora comprendía la torpeza con la que había actuado, me avergonzaba, me ponía en el lugar de la chica. Pensaba en lo que había sentido y en lo caro que podía salir una prótesis como ésa, en mi deber de devolverla, hablar con el jefe de estación para vocearla… No sé, me sentí tan culpable y torpe. Yo, con la prótesis entre las manos, es decir “la mano entre las manos”. En fin, lo pensé demasiado, había llegado el tren a la terminal y en definitiva ya era el último.
—¿Y qué hiciste? –me diría después el pasante de psicología.
—Lo único que podía hacer un hombre respetable y temeroso, dejar la mano en el vagón.
Todo el camino a casa me torturó esa escena, me aterraban los ojos de esa chica y me sentía culpable de no haber hecho algo más. Por Dios, qué hice, cuando no hice nada.
Al cabo de un mes, dos días antes de ir a consulta con el pasante de psicología. Recuerdo que serían, como las tres de la mañana, estaba durmiendo y me desperté; de inmediato percibí un aroma conocido, era el perfume acuático de esa chica. ¡PUTA! era inconfundible, sentí temor y resolví hablarle a mi novia imaginaria.
— Mayra.
—Ah…no mames, Mauricio –colgó.
Carajo, aún olía un poco. De dónde vendría el aroma.

— En serio, así pasó.
— No mames Mauricio, me titulo la próxima semana, primero eso de la tal Mayra, y ahora “esto”, chale –se dirigió al despachador de agua y tomó un cucurucho. Observé el buró que estaba al lado del diván, curiosamente, en su superficie estaba el número de Cosmopolitan, donde venía el aroma rascahuele y un artículo acerca del amor cósmico (bueno, eso me dijo mi hermana).
Decidí no platicarle más al próximo licenciado y por eso ahora te lo cuento.
—Después de todo esto, me crees ¿verdad?
—¿Mayra?
—….
—¡Hey, Mayra!

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