miércoles, 9 de junio de 2010

GÁRGOLA, por Oliver Velázquez Toledo



Corres sin voltear a ver cuántos te persiguen, las pisadas retumban en tus orejas como si fueran veinte. No hay aire, el pavimento se vuelve una tela suspendida en el vacío, batallas con tu par de pies, se enredan, caes. El hombre murciélago surge otra vez de entre la basura que espera irse de viaje. Recuerdas a Mariana, el olor de su boca, ahí tirado donde estás, oyendo cada vez más cerca el sonido de los pisotones y un rocanrol despreciable, interpretado por Roberto Jordán, en la radio que dejaste encendida.
Sólo dame una señal, espetabas a Dios junto a la gente en las iglesias, hincado frente a un retablo de beatitudes. Fiel creyente en los milagros, suministrabas veladoras, monedas de diez pesos a los santos. Bautizos, bodas, misas de cuerpo presente, atestiguaste en todas ellas que la vida es un circo a la hora de los payasos y los enanos. Esperabas algo distinto.
Libros, revistas, artículos en tabloides de ciencia atiborraron más tarde tu estudio, la pequeña bodega arriba del edificio que habilitaste para concretar tu búsqueda. Fuera cajas de periódicos atrasados, cartas de otras mujeres y recuerdos de relaciones atrofiadas; adiós a la ropa que no usabas, los zapatos, los acetatos, la pornografía. Durante aquellos meses viviste en una pocilga llena de polvo que no limpiaste. Seres nocturnos, aunque se han reportados excepciones, mamíferos provenientes del eoceno, bestezuelas oscuras habitantes de los rincones de la tierra. Abandonaste tu trabajo ante la estupefacción de tus compañeros; quedaron libres los cajones, las canastitas que confeccionaron con estambre las mujeres de la oficina aparecían en su verdadera fealdad sin lo útil de contener lápices. Extrañarías tu sillón reclinable, ergonómico, nada importó el esfuerzo que te había costado con los jefes.
Mariana es una habitación abierta, Mariana es una puerta abierta, Mariana tiene la boca abierta. El baño de tu casa decía: aquí estuvo Mariana, pero lo habías escrito tú; un graffiti espurio rezaba mi nombre es Mariana, quiero sexo, llámame, y tú llamabas incansablemente. Cinco, cinco, cuatro, etcétera, te aprendiste de memoria los dígitos malditos. Sin embargo, tú sí recibías llamadas de hombres que preguntaban por ella, de mujeres inclusive; era el colmo. Ya no vive aquí, respondías incólume, tenías a la tristeza amarrada a un poste.
Afuera el frío de la noche silbaba entre los árboles, rodeaba los edificios, se colaba por las alcantarillas y brotaba por los respiraderos del metro, convertido en vapor. Mariana dijo que le gustó la película, pero que el tipo no fue tan buen marinero, los pudo llevar antes a tierra. Tú no sabías nada de mares, de África, de cine en blanco y negro. Katharine Hepburn habitaba todas las pantallas excepto la tuya. Has visto ciento diez minutos los rasgos suaves de Mariana, sus mejillas te conducían al beso, a la caricia. Observaste el estilo de su nariz para ingresar el aire, el azul de las diminutas venas que como plantas trepadoras cruzaban su cuello. El cabello que se trenzaba en su nuca te permitía contemplar con cierto gusto el área yugular. Los senos casi desaparecían bajo el vestido de una sola pieza, pero la caída de la tela justo en la espalda se relanzaba en el principio de las nalgas.
Se hacía tarde, las semanas de manos furtivas, de pieles sudadas, saboreaban su desemboque. El callejón oscuro, la soledad de ambos, hasta la luna sumó méritos para el encuentro apoyados en la barda: piernas arriba, esto es un antojo. Mariana recorrió con sus uñas y con el filo de sus dientes cada zona de tu cuerpo lacerado por la abstinencia, bastó una palabra de sus caderas para resucitarte.
Ahora no recuerdas ese instante en que advertías una decisión. Tanto tiempo de premeditarlo, tantos devaneos para calcular las frases, el gesto disimulando la importancia. Era hora. Su cabello por fin cruzaba tus dedos, su mirada se perdía en tus ojos, alguna fijación de la adolescencia la mantenía en esa pose cinematográfica. Cuántas veces ocurrió, cuántas noches, escenas perfectamente diseñadas acabaron en la práctica. Mariana seguro que las recuerda.
Para ella, el amor estaba bien, ibas de aquí para allá, surgías de la penumbra, acometías sin demora, eras el beso justo en el área apropiada. Llegó a admirarte aunque tú no lo supieras. Sin embargo, de ti se decían otras cosas. Por ejemplo, que trasnochabas impunemente, bebiendo litros de cafeína delante de tu escritorio, garabateando por un lado, escribiendo por el otro. Se hablaba en los descansos de tu afición por la carne, soltaban risitas burlonas, era natural: la preferías cruda. Se preguntaban cómo un tipo así había conseguido el trabajo en el diario, cómo habías durado tres años en tu columna parloteando sobre una mezcla arbitraria de política y tradiciones místicas de un oriente de caricatura. En suma, los peores elegían un apelativo para ti: el vampiro.
Para entonces ya no platicabas con nadie, no podrías ubicar el origen de este aislamiento. ¿Fuiste tú, solitario en tus asambleas interiores, quien sin darse cuenta comenzó a detestarlos desde su país llamado cuerpo? ¿O ellos dejaron de considerarte a raíz de tus públicas costumbres, a causa de que sintiéndote libre habías optado por mostrarte tal cual eres: comedor de bistecs crudos, desvelado por convicción, afecto a la información dudosa de filiación oculta? Nada de esto podía ser novedad para ellos, cuántos periodistas viven de noche, quién ha sido capaz de entregar su artículo sin un bostezo de por medio. El que esté libre de noctambulismo que tire su primera cuartilla. Uno solo que alce la mano seguro de que nunca puso los ojos sobre un tratado de mitologías rosacruces, quién viene a presumirnos que jamás cultivó ciertas tendencias extrañas como aborrecer las verduras o pronunciarse por consignas sin posibilidad de triunfo. A ver, ¿quién?
Blanco de la libido mal encausada debiste soportar los cuchicheos, los motes de mal gusto, la mala leche. Poco a poco la animadversión te echó de los pasillos, cuando habías conquistado lo suficiente a Mariana, cuando habitaba ya tu casa y ambos trepaban muy tarde el automóvil para volver a tus dominios. Pensaste que siendo ella tan popular cambiarían la percepción sobre ti, seguramente correría la voz de tus correrías en su piel. Serías vampiro ya no por esos dientes puntiagudos que otorgaban a tu rostro una malicia cómica, sino por la seducción de la que disponías generosamente; mira que ligarte a Mariana, la reportera estrella del redactor en jefe.
Nada más equivocado. La sorna abundó entre tus colegas, los comentarios a voz en cuello que aprovechaban tu cercanía. Era insoportable. Uno puede realmente ser digno de repulsión según sus méritos; pero lo terrible es que alguien más te lo exponga en plena cara, sin el menor gesto de un usted disculpe, se me salió. Quizás en todo esto hubiera responsables: tú en primer lugar y Mariana en el segundo. Sospechaste con justa razón que algo había filtrado de tu intimidad: tus desplantes infantiles en momentos inoportunos, esa falta de virilidad cuando la ocasión clamaba por lo contrario, el gusto malsano de hurgar su entrepierna durante los días prohibidos. No fueron capaces de reconocer en esto último un rastro de tu estirpe.
Mariana se fastidió un mediodía después de cubrir la conferencia de prensa del Ejecutivo, algo habría dicho que la movió a la reflexión. Oíste en la contestadora su mensaje, me voy mañana al Sur, cubriré la inauguración del hospital para perros. Pero al otro día te habrías enterado de que pasó la noche con el fotógrafo de la fuente, en una sesión que bien   podías imaginarte.
Las semanas siguientes tu columna decayó, la chispa que distinguía sus construcciones gramaticales se había ido al carajo. Esa opinión desgarbada, un tanto infeliz pero comprometida, colapsó hasta que tus superiores tuvieron que charlar contigo. El acuerdo fue que si en un par de emisiones no corregías el rumbo, te deparaban un espacio en la sección de espectáculos ecuestres.
Tu faz cambió radicalmente a los pocos días, la palidez que te caracterizaba se tornó en un color verdoso de ataúd y encierro. Los ojos, apenas un par de canicas inexpresivas; tus pómulos, dos huesos sobresalientes como las esquinas de los viejos edificios. Los colmillos se convirtieron en los únicos órganos que parecían cobrar salud de manera inversa al resto de tu cuerpo. Tu apelativo había cambiado por “la gárgola”. Eso sí, leías más. Circulabas por los andenes de las librerías de segunda mano, gastabas la mitad de tu salario en política, el resto en orientalismo misticoide. La Dirección estaba satisfecha de tu repunte, te habías librado del hipódromo y su olor a establo, como la vida te privaba de la fetidez que despedía Mariana por su boca, a causa de ese hábito desaparecido en ella: cepillarse los dientes.
En general ocurría lo mismo. El hombre murciélago atacaba a Mariana y tú no podías hacer nada, una fuerza inexplicable te mantenía como en una sala de cine viéndolo todo en la pantalla. Su cuerpo terminaba derrumbado en la banqueta y en un abrir y cerrar de ojos alguien te perseguía en el sueño. Durante aquel tiempo fue tu proyección constante. Incluso llegaste a pensar que el hombre murciélago compartía rasgos con el fotógrafo, asunto que complicaba tu situación emocional: admitías la importancia de los juegos de Mariana.

Esta vez apagas el radio, te incorporas, avanzas hacia el exterior. Un deseo inevitable de pisar la calle te acomete. Date cuenta de que has dormido demasiado, ya es de noche. Tomas rumbo hacia el poniente, sorteas los automóviles bajo el influjo que te motiva a vagar sobre el eje vial; tu cara no es la misma, la seriedad le otorga el desprecio que le hacía falta. A tres cuadras está la casa de Mariana, le vas a decir que investigaste, a dos, que sabes quién eres, a una, un vampiro. La contemplas a la puerta de su casa, le besa el cuello a un tipo, es el fotógrafo, piensas que te gustaría estar en su sitio. Pero algo ocurre, el hombre se desploma. No puedes moverte, la misma quietud se apodera de tu impulso motor como en el sueño. Por fin concéntrate, mira los rasgos de Mariana, no es la misma, es su transformación. Viste incansablemente esas miniaturas medievales de seres que se alimentaban de sangre, claro, yo te lo digo, es una de los nuestros. Mariana ya te ha visto, se aproxima. Estas sílabas resuenan en tu cerebro como las monedas que caen en una alcancía: tú no eres vampiro. Lo repite telepáticamente Mariana, a punto de besarte también. Francamente extrañabas su aliento. El rostro de ningún modo es la ternura que te conmovía antes. Debiste saber que no soportarías la visión, estás pasmado.

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