Demasiado corpóreo,
limitado,
compacto.
Tendré que abrir los poros
Y disgregarme un poco.
No digo demasiado.
Oliverio Girondo, “Restringido propósito”.
A pesar de la dificultad que para un ser moderno implica el hecho de considerarse integral, es decir, en armonía de su materia, pensamiento y entorno, resulta intolerable la visualización de un cuerpo literalmente fragmentado, como el emanado de las generaciones expuestas a la bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki. Ser testigo o testimonio de los huesos expuestos, las venas, los folículos; de la fusión de la piel con los órganos visuales y auditivos, de la transformación de los cuerpos en masas uniformes, y aún considerarse parte de la raza humana, implica una capacidad intuitiva para llegar a la conclusión de que el Ser es mucho más que la materia de su cuerpo.
Hacer evidente esa fragmentación literal, rescatarla como prueba del poder y la indolencia ilimitada de hombres cuyos pensamientos fueron capaces de instaurar hectáreas de desiertos donde antes hubo sociedades humanas, y lograr que a pesar de la reconstrucción de los edificios, las familias y los cuerpos nunca se borren las huellas del vacío impuesto para silenciar es una necesidad de esa danza que asegura un lugar en el escenario a la indefinible esencia humana.
Si bien, presenciar un espectáculo de danza butoh puede causar aversión, no sólo por el aspecto inusual de algunos cuerpos −no necesariamente jóvenes, no habitualmente musculosos, no comúnmente excluido el deterioro de su carne−, sino también por la paciencia a la que es sometido un espectador occidental y moderno −acostumbrado a las ágiles demostraciones de la danza clásica y tradicional−, esta forma de la danza, como muchos otros aspectos de la cultura oriental, procura una sensibilización que deje atrás ese estereotipo de belleza que reduce lo humano a lo corporal.
En el desarrollo y expansión del butoh, cierto fenómeno merece una atención importante. Aunque en sus inicios surgió como un rechazo a la rápida “occidentalización” a la que la sociedad japonesa se inclinaba; en su expansión hacia Europa y América, se trata de un proceso inverso de “orientalización” que ya había comenzado con los intercambios económicos del siglo XVIII y obtenido su acceso al panorama artístico con el afán orientalista de las primeras vanguardias de fines del siglo XIX.
Es, por otra parte, un aprendizaje del silencio como medio vital para el diálogo, luego de que las sociedades sean víctimas y culpables cotidianas de la intolerancia a la voz de los otros. Si bien cada manifestación artística es sobre todo humana y cada obra maestra se sobrepone a los regionalismos, las clasificaciones, teorizaciones y patentes; esta disciplina, a pesar de estar principalmente sustentada en una filosofía oriental, se conecta con búsquedas que atañen a toda comunidad moderna que ha visto sus castillos ideológicos esfumarse y, aún más importante para el caso, desaparecer de su primera plana a la propia figura del hombre, para ser sustituida por máquinas inteligentes y misiles.
Es de subrayar en esta danza un movimiento espacial sin banderas ni estirpes, a la medida de lo humano. En aras de una trascendencia necesaria del cuerpo, es preciso comenzar con la disolución de las diferencias, ya no hay morfologías continentales ni raciales, y mucho menos esa obligada distinción de género a la que nos han orillado los recientes discursos gubernamentales. Se puede llegar hasta donde nuestras intensiones de fusión con el cosmos lo permitan. En el terreno de las almas, la percepción del volumen, la forma y el color no es un tema posible. Ese es el principal motivo del blanco utilizado en muchos de los trabajos de danza butoh.
Ésta, como muchas obras contemporáneas, demanda una actitud menos pasiva de sus receptores, quedó atrás el encanto de la butaca. Es común el enojo del público, incapaz de entender en qué momento los recintos del arte dejaron de dedicarse al regocijo y placer de los sentidos, para fomentar y aplaudir el disgusto. De alguna manera, subyace un cometido artístico de todos los tiempos: el de atentar contra la comodidad como estilo de vida. El silencio, ya sea para descifrarlo, propiciarlo, combatirlo o soportarlo, siempre es un reto.
Lo butoh, en su aspiración de trascender lo humano, de purificar lo humano, de devolverlo a la pureza incorpórea, convierte el baile en deseo de lo absoluto, el punto máximo al que puede llegar un cuerpo en la danza de los pies enterrados es la inmovilidad. Al igual que otros procesos individuales que se trabajan de lo interno a lo externo, puede ser intolerable desde fuera, porque apenas es posible percibir el movimiento de esas almas acompañadas por los cuerpos en tránsito. No obstante las pretensiones, se ha instaurado una estética que, lejos de esos primeros años de real repulsión y veto, parece tener éxito por sí misma; de alguna manera, ya hemos sido educados en el extremo del péndulo que ha superado el horror al espacio vacío.
En este entorno, es preciso afinar el concepto de “espectador” que comenzó a ser cuestionado y desacreditado en los años 60, a raíz de las teorías de Grotowski, Stanislavski o Augusto Boal. El desempeño tradicional del que espera en su grato asiento una sucesión de escenas preparadas para su satisfacción cedió terreno al “participante” de un hecho artístico. El silencio, el vacío y la inmovilidad puestos sobre el escenario son sólo un camino que el asistente ideal debe recorrer hacia sí mismo, en un proceso de desarrollo humano que completa el quehacer del bailarín.
En la recepción, también debe dejarse de lado cualquier costumbre interpretativa, puesto que la práctica pugna por la búsqueda de un estado original, previo a la codificación de las emociones y, por lo tanto, previo a su simbolización. Luego de una ardua técnica depurativa, nunca fácil para un ser social, lo que se observa es una serie de impulsos biológico-orgánicos. El resultado de este procedimiento suena intransmisible, sobre todo en culturas con un patrón de aprendizaje alejado de la experiencia y ceñido a las explicaciones, los cuestionamientos y la teoría. Rumbo a la trascendencia del círculo lógico de la existencia de las cosas, en aras de la libertad de la conciencia, un receptor de danza butoh debe comenzar por dejar en el vestíbulo cualquier exigencia del pensamiento.
La técnica de butoh se inscribe en la polémica indeterminación de los géneros contemporáneos, gracias a su multidisciplinaria alimentación cultural, aunque en la vía poco concurrida del teatro sagrado, cuyo reto fundamental es, según Peter Brook, no sólo la materialización de lo invisible, sino la aportación de las condiciones suficientes para su percepción. Por supuesto, fundadas en esa necesidad comunicativa de lo impalpable, es de esperarse que no todas las apuestas se concreten en el exitoso desplazamiento o instauración del espacio sagrado de los templos al escenario, a través de la mediación de intérpretes que, bajo esta dinámica, también trasladan al extremo de sus vidas la búsqueda y la práctica de lo divino.
Por lo dicho anteriormente, el asistente debe poner en práctica un alto grado de paciencia consigo mismo, pues ya se ha dicho que para una persona automatizada en el aprendizaje y la sensibilización a través de procesos mentales de interpretación, más que a partir de la experiencia y los sentidos, la danza butoh es todo un desafío.
Bibliografía sugerida:
Brook, Peter, El espacio vacío. Arte y técnica del teatro, Barcelona, Nexos, 1986.
Camila Lizarazo, María, monografía de estudios teatrales: “Lo grotesco en el butoh”, dirigida por: Mauricio Martínez, Universidad de los Andes, departamento de humanidades, mayo de 2000. (http://www.japonartesescenicas.org/danza/articulos/grotesbutoh.html).
No hay comentarios:
Publicar un comentario