No hablaremos del compromiso cabal con que la policía aparta a los consumidores del ocioso ministerio de fumar, ni de la legitimidad de semejantes buenas intenciones a expensas del libre albedrío, ni del desinterés con que el ejército combate a las fuerzas del mal en las figuras de los intratables narcotraficantes. No es nuestro tema, porque ya es tema de expertos. No defenderemos tampoco la justicia con que cualquiera, en virtud de la neuroquímica, se ve en las circunstancias de afición a ciertos narcóticos, amén de la psicología, ni repetiremos cómo estos estimulantes han acompañado a la humanidad por la intrincada travesía de vivir. No nos importa en lo más mínimo el reconocimiento a nuestra minoría (que al interior de la minoría es ya menor), porque en todo caso enmendamos la plana que reza no confíes en las mayorías, agregando no confíes aun en las minorías. Simplemente, para no darle demasiadas vueltas al asunto, desde este rincón que no es ninguno, emitimos un voto, y al mismo tiempo una protesta, en contra de la legalización de la marihuana.
Con asombro hemos visto que en numerosas trincheras, desde artísticas hasta políticas, se alza con júbilo la exigencia de la legalización de la olorosa planta. ¿Legalización?, nos preguntamos mientras las cejas se deforman decepcionadas. En principio, en este caso, legalizar es dejar en manos del sistema lo que pertenece por antonomasia a la contracultura, a la contestación airada en las narices de una maquinaria monumental, que si por ella fuera homogeneizaría a las multitudes con la camiseta de la estabilidad inocua. De cuándo acá el Estado ha manejado con buen fin alguna cosa, la que sea. Los colegiados del reggae y la mostaza, los concejales del rock y la greña de meses –incluso los pachecos de bajo perfil–, ¿ahora claman, en sintonía con cierto grupúsculo de encorbatados, por el reconocimiento del eterno Leviatán de una práctica que por suerte todavía corresponde al ámbito de lo clandestino? Así es. Olvidan, y no seremos nosotros quienes se los recordemos, que la permanencia del empleo hasta nuestros días de plantas sagradas como los hongos del sur y los cactus del norte se debió en buena medida a la secrecía con que los grupos indígenas mantuvieron su uso. Los religiosos españoles sólo atinaron a satanizar los efectos, pero afortunadamente las consecuencias no prosperaron. Crucemos los dedos nosotros para que una remota legalización de marihuana no coloque en los aparadores de las cadenas comerciales unas verdes cajetillas de cigarros con sus respectivas dosis de fertilizantes y otros ingredientes de diagnóstico reservado, sujetas a las alzas y bajas de la Bolsa, en medio de campañas publicitarias que acabarían por enterrar bíblicamente el significado, si alguna vez lo tuvo, de fumar mota.
Toque y rol.
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