
Con asombro hemos visto que en numerosas trincheras, desde artísticas hasta políticas, se alza con júbilo la exigencia de la legalización de la olorosa planta. ¿Legalización?, nos preguntamos mientras las cejas se deforman decepcionadas. En principio, en este caso, legalizar es dejar en manos del sistema lo que pertenece por antonomasia a la contracultura, a la contestación airada en las narices de una maquinaria monumental, que si por ella fuera homogeneizaría a las multitudes con la camiseta de la estabilidad inocua. De cuándo acá el Estado ha manejado con buen fin alguna cosa, la que sea. Los colegiados del reggae y la mostaza, los concejales del rock y la greña de meses –incluso los pachecos de bajo perfil–, ¿ahora claman, en sintonía con cierto grupúsculo de encorbatados, por el reconocimiento del eterno Leviatán de una práctica que por suerte todavía corresponde al ámbito de lo clandestino? Así es. Olvidan, y no seremos nosotros quienes se los recordemos, que la permanencia del empleo hasta nuestros días de plantas sagradas como los hongos del sur y los cactus del norte se debió en buena medida a la secrecía con que los grupos indígenas mantuvieron su uso. Los religiosos españoles sólo atinaron a satanizar los efectos, pero afortunadamente las consecuencias no prosperaron. Crucemos los dedos nosotros para que una remota legalización de marihuana no coloque en los aparadores de las cadenas comerciales unas verdes cajetillas de cigarros con sus respectivas dosis de fertilizantes y otros ingredientes de diagnóstico reservado, sujetas a las alzas y bajas de la Bolsa, en medio de campañas publicitarias que acabarían por enterrar bíblicamente el significado, si alguna vez lo tuvo, de fumar mota.
Toque y rol.
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