Dejé escapar el humo del cigarrillo con dirección a la puerta del cuarto. Inhalaba una vez más y exhalaba bolitas humeantes que se acumulaban bajo el umbral de la puerta difuminando formas extrañas. Por un momento pensé en la posibilidad de tu rostro formado por los delgados contornos del tizne, la visión se hizo clara, (Me ha parecido desde que te conocí, Yolanda, que tu rostro tiene una armonía de tiempos antiguos, la misteriosa belleza de una esfinge lunar, sola, eternamente sola en el ancho mundo) y entonces sentí en los pasos que se aproximaban, en la sombra que traía el libro de Borges en una de sus manos, sentí que eras tú, Yolanda, quien cruzaría la puerta del cuarto. Sin embargo, fue la voz crepuscular de Salomé la que rompió con la ilusión nebulosa del ensueño, irrumpió desnuda y hermosa con las antiguas palabras de Borges en sus labios:
Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser. La piedra eternamente quiere ser piedra, y el tigre, un tigre.
Enunciadas las palabras que tú, Yolanda, algunas ves también recitaste, dejé de aferrarme a esa realidad onírica que es el recuerdo, no sin sentir la angustia de quién despierta de un sueño del que no quiere ser despertado. Después, tus ojos de avellana, Yolanda, y el om de tu frente se disolvieron en las entrañas vacías del aire.
Salomé agregó palabras sobre Borges que no atajé y sus labios dejaron salir un armonioso canto silábico, su cuerpo se ajustó al sutil devaneo, quedando yo absorto en su cadera: su tatuaje, su movimiento ascendente de serpiente de agua en los signos de la arena. Salomé cedió su cuerpo al movimiento de percusiones evocadas, imaginadas.
Una vez más Salomé tomó el resto de la toronja para llevarla a mi boca y depositar en mi oído su sentencia: Una mañana, la odalisca hará cantar al pajarillo azul que duerme bajo el sombrero. Sólo entonces me quedaré tus mañanas en el mundo. Como una gata no saciada de retozar, Salomé estrujó más néctar invitándome a sus brazos, a sus ojos de fuego vivo. La noche instalada en la ventana se hizo más profunda, nuestros cuerpos intuyeron que pronto llegaría el alba y anclamos nuestros besos en la cama húmeda de toronja. No sé a qué hora quedé solo. Ni en qué momento el libro de Borges saltó del lecho.
Después de la noche de octubre en que te fuiste, Yolanda, no hay día que estés ausente de mi memoria, ni hay libro en el que no te encuentre. Sin duda los primeros días que suceden a la pérdida son de una tristeza desesperante, terrible. Sin embargo, con el paso del tiempo ni el dolor, el reproche o tu recuerdo se disuelven en el olvido, sólo he quitado el patetismo que le hace daño a cualquier hombre, sobre todo si uno piensa volver de la batalla pasional a la vida cotidiana. Lo mejor es mantenerse ocupado. Y así lo he hecho: dividí mi tiempo buscando, cámara en mano, las actividades de la “Guerrilla de las sombras”, la misma que preparó la caída del avión donde viajaba el Secretario General de la Nación. Los mismos que debajo de la tierra, mientras duermen los banqueros y los cerdos, dispersan las bombas y esperan pacientes a que en los hemisferios de este país esté sembrada la gran bomba de sus carnes, listos para detonar. “Destruir para Construir” es el lema escrito en tinta sobre la fotografía que guardaba la imagen de aquellos hombres armados y con máscaras blancas debajo del tránsito nocturno de la ciudad.
Cuando no estaba tratando de capturar una imagen de la sombra de la guerrilla, invertía mis horas en el delicado arte del ajedrez y en el ejercicio nocturno de la lectura, de manera que no hubiera un espacio libre para pensar en ti, Yolanda. Lo cual no es preocupante, nadie ha matado con el pensamiento, ni creo que te importe que habites en el mundo de mis ideas. Empero, si la situación es de por sí lastimosa, se ahondaría el patetismo ridículo si cedo mi razón al apasionamiento desmedido; por eso no te he buscado. El desasosiego me excedería si no fuera por mis trabajos, el alcohol y Salomé… Por cierto, recordé que el sábado vendrá Salomé. Prometió, más bien amenazó, con un regalo. En consecuencia decidí, ya que me veía obligado, salir a buscar un obsequio que devolviera la amabilidad del gesto. Al momento de cruzar el umbral de la puerta pensé en ti, Yolanda, pensé en el regocijo de buscar un regalo para ti. Pensé en la casa enorme y vacía y te pensé en la sala, en el sillón debajo de la lámpara de mimbre haciendo muñequitos de miga de pan, leyendo un cuadro de Lautrec o acariciando al gato que nunca tuvimos, mientras esperas mi regreso.
No sé qué habrá sido, por qué razón, fue quizás el tiempo y la reafirmación de perseverar en ti y tú en mi memoria; quizá mi inexorable nostalgia de bibliófilo o descubrir la ausencia de mí mismo en el dibujo arabesco de Salomé, efímera como la arena que la trajo y se la llevó. Sencillamente quizá, sea el constante pensar en ti, Yolanda, lo que me ha traído a la puerta de la galería fotográfica donde te conocí.
Abordé el metro bajo un cielo gris y agitado. Sólo en la calle me di cuenta de la gran agitación social a causa de los últimos acontecimientos: en la plaza central, el Presidente daría un discurso nacional en torno a la amenaza latente del cártel del Norte, organización que hace tres días tomó los linderos de la ciudad en respuesta al último golpe asestado por el poder militar. Por otra parte, en otro frente de batalla, la guerrilla había desplegado una gruesa capa de neblina en torno a sus subordinados instalados en la ciudad. El ejército y cuerpos armados de elite los buscaron por todos los rincones de la urbe: no hubo alcantarilla o suburbio de pobres y ricos que no fuera minuciosamente inspeccionado. El grupo guerrillero “de las sombras” no había dado muestras de actividad desde las detonaciones bancarias del 20 de enero; en lo que a mí respecta, no me dijeron nada acerca de sus planes, siempre fueron muy herméticos pese a que yo demostré entusiasmo auténtico por el compromiso armado. Sin embargo, inmediatamente después de la detonación en el Banco Central, me vi en la necesidad de esconder el archivo fotográfico que me vinculaba con el grupo rebelde. Los federales, si uno los provoca, no tardarían en seguirme la pista y esto sólo era el principio del conflicto. Por lo tanto, determiné que durante este tiempo continuaría bajo el cobijo del periodismo, ya llegará el momento de unirme a la causa, de la misma manera que esas fotos fueron tomadas para la posteridad. Ya seremos útiles en su momento.
Una vez que emergí del subterráneo, después de caminar varias calles, advertí las pesadas nubes grises con bultos negros que oprimían la plaza resguardada. Entre las vallas múltiples de acero, efectivos de la guardia presidencial delimitaban la amplia corte de periodistas, cámaras, reporteros, patrullas y un helicóptero que volaba bajo pese al clima. De entre la multitud reconocí a Godínez, corresponsal de Los Últimos Días. Me acerqué y lo noté ansioso; le ofrecí un cigarrillo que aceptó de buena gana y le pedí que me pusiera al tanto.
Pues bien, aproximadamente hace diez minutos, el vocero presidencial informó que el mensaje a la ciudadanía lo emitiría el Presidente, por obvias razones, a puerta cerrada a través del canal del Estado, mensaje que está muy próximo a declarar. A nosotros se nos ha pedido que esperemos, ya que posteriormente el vocero mandará a su representante para dar a conocer la versión del discurso presidencial para los medios de comunicación. Los colaboradores más cercanos al presidente llevan largo tiempo enclaustrados en Palacio Nacional. Sin duda, viejo, deben estar en estos momentos midiendo los efectos de los últimos eventos; qué te cuento cabrón, en no menos de media hora se corrió como pólvora la noticia: dos gobernadores del Norte fueron hallados decapitados. Los pinches gordos descabezados no importan, pero ya el hecho de que el narco haya tomado posesión de los palacios de gobernación, eso sí que está cabrón. Así que esperaremos a ver cómo reacciona el Presidente. Godínez acomodó su gabardina estropeada por las constantes olas de viento, esta vez él me extendió un cigarrillo. Lo encendí. Lo encendió. Oye, cabrón, y tú dónde has estado, me preguntó Godínez después de exhalar la primera bocanada. Agradecí el cigarro, la información y me retiré no dando más explicaciones como es mi costumbre. Me alejé de las vallas de seguridad y de frente me tope con la librería que frecuentaba contigo, Yolanda, y donde compré Cien años de soledad el día que te hice mi novia. Advertí con tu recuerdo que el preocupado presidente tardaría aproximadamente una hora más en dar a conocer los detalles. Entonces las calles que recorrimos juntos se me antojaron en medio del caos. Caminé, Yolanda, con tu recuerdo y llegué hasta aquí, con la sorpresa de encontrar la galería abierta a pesar de que todo mundo está atrincherado en su casa, delante del televisor, esperando a ver quién ataca primero.
Recordarte, Yolanda, en el pasillo de la galería, es volver a sentir tu tímida mano en la mía, la curiosa sombra de tu talle auscultando las fotografías que nos hablaban de los muchos, infinitos rostros de la ciudad: su cara de anciano, de cosa olvidada en el mundo debajo del puente peatonal, su semblante de mujer, de punto suspendido en el espacio esperando un encuentro sobre el andén del metro; la ciudad con sus sombras de niños hambrientos emergiendo de las cloacas de la alameda, la bruma que cubre el rostro de la masa que transita por las estrechas calles, seres sin identidad, desolados autómatas con sus coches en el tráfico, dispersos en quién sabe qué paraísos perdidos o quizá en escaparates con maniquís reales detrás del espejo de smoke, prostitutas jóvenes sobre avenida central, padrotes vigilando a distancia, letreros, espectaculares al pie de los edificios de negocios en llamas, el fuego ilumina el grafiti del suelo: “Destruir para Construir” y un tumulto de risas porcinas, sentadas delante de un banquete, la bandera nacional detrás de la mesa principal, la fotografía capta la voracidad de los hocicos repletos de carne humana: esos son los rostros de la ciudad que contemplamos en aquella exposición sobre la caótica metrópoli, la misma que también nos ha visto andar y desandar. Esta ocasión la galería está sola. Un vigilante atento me mira con cierta desconfianza cuando anoto mis datos en el cuaderno de visitas. Intuí que la galería se hallaba abierta en razón de los estudiantes. En momentos de turbación social difícilmente se piensa en ir a una galería cualquiera, por lo tanto no es de extrañar que al vigilante le fuese inusual mi visita, así que le mostré mi carnet de fotógrafo. El vigilante sonrió cortés y me señaló la entrada. Penetré a la solemnidad del silencio. Las luces tenues, dispuestas para iluminar y resaltar las fotografías, me dieron la sensación de irrealidad, el pasillo rojo me condujo a la primera estancia de la exposición en turno. Sin embargo, al contemplar el juego geométrico y cromático de la primera fotografía, supe que el estar ahí, frente al cuadro, era una forma de leer y ver los recuerdos. Todo es un pretexto para llegar a ti, Yolanda, al recuerdo de haberte encontrado sola y aterida de mármol a la orilla del mundo, soñándome, dando forma a mi cuerpo de barro, nombrándome en la confusión de mi soledad. Parece tan extenso el tiempo transcurrido desde entonces, y a la vez tan estrecho, que puedo imaginar que estás en casa dibujando con la tele encendida en el canal de las noticias, expectante de los sucesos en Palacio Nacional, esperando mi regreso para comentar los acontecimientos de gravedad. Cansado y excitado, llegaría con las ideas y las impresiones agolpadas en la mente. ¡Ya, tranquilo!, me dirías, y pasarías tu mano entre mi pelo descompuesto. Me mirarías con tus ojos radiantes de avellana, iluminados por el lunar de luz que se abre en tu frente. Entonces, me sentiría agradecido por tenerte precisa en el momento que la historia reclama la acción del hombre. Puedo, pensaría yo, salir a enfrentar a las huestes de la enajenación con la certeza de que el mundo que ganemos será el mundo que habré ganado para ti, Yolanda. No habría incertidumbre en la batalla porque sabría quien soy y por qué estoy peleando, siempre querré ser yo, porque yo soy tú, perseverar en ti es perseverar en mí, no quiero ser otro, deseo ser en ti siempre, inalterable, constante. Pero ni siquiera los rostros de la ciudad, ni la galería, nada es lo mismo, todo es cambiante, con el tiempo hasta los recuerdos se habrán de deformar pese a nosotros mismos y todos nuestros esfuerzos por conservarlos en su forma original. Observo las fotos, Yolanda, y todas son fragmentos de ti, perspectivas en las que sólo yo te sé: de espaldas, escondiéndote en el pudor de las sabanas; líquida en la orilla de la puerta, quizá pensando el trazo de otro dibujo, ahora vestida sólo con tu piel, dormida y ausente, fría e indolente como la naturaleza de la nieve. Tú debajo de un arco de auroras, tú en la playa gris que no conocimos juntos, tú en mí, amante. Tú en la cocina, en los pasillos de la casa, tus pasos en el cuarto. Ausencia: la sombra de ti leyendo, la sombra de ti amando, la sombra de ti llorando, la sombra de ti en todas las formas de mi memoria.
Sin embargo, nada, ni la casi materialización de tu recuerdo, me llenó tanto de terror como la gran detonación que cimbró mis oídos y el suelo de la galería. Algunas fotos cayeron de la pared. No supe que pensar. Primeramente intuí que se trataba de un terremoto y pensé que algo parecido debieron experimentar en Haití, con esfuerzo intenté acercarme a la entrada para cerciorarme de lo ocurrido, pero no llegué más allá de la sala de exhibición de video. El estruendo de una segunda detonación no sólo dio conmigo en el suelo, sino que también acabó con la energía eléctrica e inmediatamente quedé en la penumbra, en una densa y sofocante oscuridad. A rastras, busqué la salida tratando de guiarme con la pared. Grité con la esperanza de encontrar la voz del vigilante. Sin embargo todo fue inútil, nadie respondía ni la luz asomaba; por el contrario. La oscuridad parecía enfatizar los sonidos exteriores. Claro, no era un terremoto, la detonación que había dejado sin luz la galería seguro no habría sido lejos: botas se escuchaban recorrer el pavimento. Traté de tranquilizarme y poner atención a lo que sucedía afuera, mientras continuaba buscando la salida. Los helicópteros me dijeron que acaso toda esta zona se encontraba bajo el dominio militar; seguía guiándome por la pared, pero tuve que arrojarme al suelo cuando escuché las claras ráfagas de ametralladora. Guardé silencio. La metralla continuaba, otra detonación se escuchó. Desesperé y continúe arrastrándome, escuchando el sonido del fuego y los gritos. Sobre la pared coloqué mi oído y puse atención:
Ahí están, güey, tomaron la calle 5 y ahora esos pinches guerrilleros se acercan a calle 7, el General acaba de dar la orden de replegarnos sobre la glorieta central para repeler el avance enemigo. Eso fue lo que alcancé a escuchar y mi corazón se llenó de regocijo al concluir, más bien al suponer, que se trataba del ejército rebelde de las sombras. Al parecer era la guerrilla y no el narco quienes habían entrado en acción. Eso me animó a insistir en la búsqueda de la salida.
Nada logré en la oscuridad, ya había pasado mucho tiempo y yo no podía salir. Me detuve al notar que no llegaba a ninguna parte, el ruido exterior fijó mi atención: primero tuve noción de que los alrededores de la galería, es decir, como a cuatro calles de la plaza central, habían sido salvaguardados por el ejército, el sonido pesado de los tanques y el vocerío de los soldados eran claras imágenes en la oscuridad. Los disparos ahora eran aislados y mi excitación por la expectación se acrecentaba. Revisé que mi cartera estuviera conmigo, sin embargo, en estos casos es ambiguo el resultado de portar identificación: uno no sabe si eso habrá de salvarlo o condenarlo. Golpes cercanos distrajeron mi atención, eran voces de muchos que se ponían de acuerdo. Contaron y luego otro sonido seco de un tremendo golpe sobre una estructura de metal, están tirando la puerta… La estructura no aguantó más de tres porrazos. El golpe de luz fue violento, las órdenes se escucharon por toda la oscuridad, yo me estaba incorporando cuando fui expulsado por una detonación directa sobre la galería, sentí el golpe violento y luego otro golpe de la pared en donde se estrelló mi cuerpo. Quedé tendido, Yolanda, quise encontrar tu rostro, levantarme, pero fue inútil, me sentí mareado y distante del fragor de las balas, de los gritos de los soldados y de sus contrincantes que gritaban con acento norteño, todo se hizo confuso en la nube de polvo y pólvora, mi cuerpo pesado y la nube, gris, gris, una paz gris…
Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser. La piedra eternamente quiere ser piedra, y el tigre, un tigre.
Me desperecé al notar que Yolanda no continuaba con el texto de Borges, quité las sábanas y torné a buscarla a través del espejo donde encontré sus enormes ojos de avellana, nos miramos con la misma impresión de quienes se reconocen desde lugares muy lejanos. Algo iba a decir Yolanda, pero se interrumpió al mirarme fija y desconcertadamente. Entonces caí en la cuenta de que yo también estaba en esos momentos ahí, pero desde un lugar lejano. Yo estaba en la galería de fotografía y había quedado herido e inconsciente bajo el fuego de la batalla. Sin embargo, evadí rápido ese pensamiento para acercarme a ti, Yolanda, al intentarlo me percaté de que algo se movía atrás de mí, observé alrededor y descubrí que ese no era mi cuarto, ni la cama donde estaba era mi cama. Quise reaccionar, pero no lo logré, quedé estático al sentir un dolor profundo que nacía del pecho, sentí que las células de mi cuerpo se soltaron y pude percibir el aire adentro de mí. La cosa cercana a mi espalda se incorporó, era un hombre al que traté de distinguir cuando quise voltear. Al hacerlo noté con terror que una parte de mi rostro quedó suspendido en el aire en débiles hebras de humo. El horror fue mayor cuando a mi espalda, descubrí que sólo había una infinita hoja gris y vacía, la nada. Me esforcé una vez más por encontrar tu rostro, aun me mirabas a pesar de que todo alrededor, incluido yo, se hacía humo, se desvanecía. Me miraste con la angustia de quien despierta de un sueño del que no quiere ser despertado, Yolanda, me miraste con el amor de tus recuerdos y supe que sería el último. Después me desvanecí en las entrañas vacías del aire.
Dibujo: Tomás Velázquez
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